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El Telégrafo
Roberto Follari (*)

Liderazgo, democracia y reelección

05 de septiembre de 2014

Empecemos por desplazar las hipocresías. Felipe González presidió el Gobierno de España entre 1982 y 1996 (por casi 14 años), y nunca escuchamos decir que ello atentara contra la democracia ni contra los derechos ciudadanos. Helmut Kohl superó tamaño récord y fue canciller de Alemania nada menos que desde octubre de 1982 a octubre de 1998, es decir, por 16 años consecutivos. Más de década y media. Y a nadie se escucha afirmar que lo que hay en Alemania sea una pseudo-república, o que los mecanismos electorales de ese país hayan (ni ahora ni entonces) cedido a la parcialidad ni al personalismo.

No deja, entonces, de haber mala fe en algunos de los argumentos que se esgrimen contra reelecciones reales o posibles en Latinoamérica, como se planteara hacia Evo Morales en Bolivia, y como ocurre con la posibilidad -por ahora no confirmada- de parte del actual Presidente ecuatoriano.

Algunos -no pocos- creen con sinceridad que ciertos presupuestos liberales son esenciales para la condición democrática. Asumen de esa manera como necesarias, por ej., a la pluralidad de representación en cada momento histórico, y a la variación personal y partidaria en la sucesión gubernamental. Esos presupuestos se han convertido en sentido común (con el dejo negativo hacia el mismo que se sigue de teorías del conocimiento como la que legó Gaston Bachelard). Es que parece que un gran pluralismo favorece la democracia, pero -en verdad- cuando tal pluralismo conlleva paridad de fuerzas se paraliza el sistema decisional y la política se vuelve impotente; el pluralismo es positivo cuando es ‘con-dominante’, es decir, cuando alguna fuerza alcanza mayoría suficiente para hacer una política coherente y con capacidad propia de decisión. Si no, gobiernan los poderes de facto (Iglesias, multinacionales, propietarios de bancos y de medios de comunicación, embajadas extranjeras de países hegemónicos); el único gobierno genuinamente democrático es el que alcanza concentración de poder popular suficiente para enfrentar (o, cuando menos, conducir) a esos poderes que nadie elige ni controla, pero que operan siempre.

Es cierto que los gobiernos de derecha no necesitan tal concentración de poder político, pues con ellos cogobiernan a menudo esos mismos poderes fácticos. Pero, en cambio, un gobierno que busque transformar en algo la sociedad, está obligado a un liderazgo fuerte que concentre respuesta a demandas diversas. Esa es la conocida ‘cadena equivalencial’ de que hablara Ernesto Laclau, y el liderazgo personal puede sintetizar esa heterogeneidad de demandas en una representación política unificada.

Cierto es que puede aspirarse -a largo plazo- a superar el liderazgo personal hacia la organización colectiva. Pero eso no es simple ni se da en un plazo que pueda decidirse a priori. Por ello, en algunos casos, la conjunción de voluntad popular para sostener la democracia -es decir, el efectivo gobierno de parte de quienes son elegidos para ejercerlo- requiere la continuidad del liderazgo personal (el cual por cierto es difícilmente transferible, como se ha mostrado en otros países del subcontinente).

De tal modo, ni en lo conceptual ni en lo fáctico hay razones para oponerse a una eventual presentación presidencial hacia un nuevo período, siempre y cuando se dieran los cambios legal-reglamentarios previamente necesarios. Ni en España, ni en Alemania ni desde otros países en relación con estos, ha habido protestas contra la presencia prolongada de líderes que han sido considerados necesarios por sus respectivos universos electorales.

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