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Lucrecia Maldonado

Licencia para matar

15 de junio de 2016

¿Quién es quién para decidir sobre la vida ajena? ¿El león que mata por hambre la presa del día y así mantiene el equilibro de su ecosistema? ¿Los palomos que se disputan a muerte el favor de la hembra y desde el principio ya lo saben? ¿Los hipopótamos, rumiantes o elefantes en estampida? ¿La serpiente que muerde el pie que la amenaza? ¿El asaltante que aprieta el gatillo ante la amenaza de ser descubierto? ¿El soldado que va a la guerra con la expresa consigna de matar al enemigo? ¿El piloto que suelta bombas atómicas sobre dos ciudades japonesas? ¿El Presidente que lo ordenó? ¿El torero que se prepara para dar una estocada?

La vida florece cada mañana de maneras insospechadas. La vida también termina, a veces naturalmente, como el fin de un ciclo; otras veces, abrupta y dolorosamente, por circunstancias que pudieron haberse evitado. En un oleaje sin fin, la muerte se aleja y regresa marcando ciclos y sosteniendo equilibrios.  En los desiertos del norte de Brasil, zonas ancestralmente marcadas por la miseria y el hambre, se suele hablar de dos tipos de muerte: la ‘muerte muerta’, aquella que tiene que venir, que es inevitable y que es parte de un ciclo natural sano y regular, o la muerte que se da como producto de un equilibrio real y válido dentro de las especies y los ecosistemas. Y la otra, la ‘muerte matada’, la que es producto de la crueldad y del odio, de la discriminación y de la estulticia. La que, además, con frecuencia encuentra ‘nobles’ justificaciones en aquellos que la ejecutan: la patria, la religión, la moral, la limpieza y el ornato de una ciudad…  El ser humano se ha caracterizado por asesinar y en ocasiones por llegar hasta a extinguir especies enteras sobre la Tierra. Se ampara en la dudosa afirmación, de origen religioso, de que las otras especies están al servicio de la nuestra. Se ampara en la más dudosa justificación de que somos una especie superior a las demás. Algunos hasta lo justifican con más sorna: “Sí, han desaparecido especies, pero no ha pasado nada”. No nos ha pasado nada, dicen. Tal vez sí nos pasó algo y no nos hemos dado cuenta.

Es verdad que un perro callejero, muchos perros callejeros, pueden representar problemas logísticos y de salubridad para una ciudad. Pero también es verdad que la eliminación masiva de estos animalitos jamás ha resuelto esos problemas y que las autoridades de otras ciudades han aprendido a manejar estos problemas con menos crueldad y más efectividad.  Todos los seres sobre la Tierra tienen derecho a la vida que les ha sido dada. Todos, sin excepción, merecen también una muerte digna al final de un ciclo. Arrebatar la vida, aunque los humanos seamos expertos en eso desde nuestros orígenes, no parece una solución legítima en ningún caso. (O)

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