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El Telégrafo
Christian Gallo Molina

Las ventanas rotas

25 de octubre de 2021 - 00:14

En el año 1969, Philip Zimbardo, profesor de la Universidad de Stanford, decidió realizar un experimento de psicología social orientado en establecer las causas del delito que, hasta aquel tiempo, se atribuían directamente a la desigualdad social y la pobreza.

Para ello, estacionó dos autos de las mismas características en dos locaciones diametralmente distintas: así, un auto fue estacionado en el Bronx, Nueva York, distrito ampliamente conocido por su alto índice de criminalidad; mientras que el otro fue estacionado en Palo Alto, California, zona caracterizada por ser una de las más caras de EE. UU.

Como era de suponer, no tuvieron que pasar muchas horas para que el vehículo que fue abandonado en el Bronx, fuera totalmente saqueado. Así, los delincuentes empezaron por robar la radio y todos los componentes que tenía dicho auto. Después fueron por las llantas y todo lo demás que pudiese resultar de utilidad. A la semana, el auto había sido totalmente destruido. Poco o nada quedó del auto que se había dejado en el Bronx.

Por otra parte, el auto que había sido abandonado en Palo Alto, California, luego de una semana, permanecía intacto. Hasta este punto del experimento no se tenía ninguna nueva conclusión. Aparentemente, la hipótesis que rezaba que la pobreza era la causa fundamental del delito, permanecía inalterable.

No obstante, Zimbardo y los investigadores agregaron una variable: rompieron un vidrio del auto que se encontraba abandonado hace una semana en Palo Alto, California. El resultado entonces fue asombroso pues no tuvo que transcurrir tanto tiempo para que se produjese el mismo proceso de robo, violencia y vandalismo que previamente se había presentado en el Bronx.

He aquí que, por primera vez, se llegaba a una conclusión distinta a la concepción clásica que atribuía a la pobreza el origen del delito. Lo sucedido en Palo Alto entonces, permitía trasladar las causas del delito a procesos psicológicos y sociales propios del ser humano. De esta forma, se llegaba a la conclusión de que un vidrio roto, trasmitía al ser humano una sensación de despreocupación y deterioro donde las reglas de convivencia empiezan a carecer de sentido y, por tanto, se vale todo. De ahí que, la función de cada nuevo ataque, de cada nueva vejación, de cada nuevo acto de violencia, solo reafirma esa idea primigenia.

Esta teoría sirvió para que tiempo después los criminólogos, James Wilson y George Kelling, presentasen su teoría criminológica en su obra: “Ventanas rotas: La policía y la seguridad de los barrios”. Dicha teoría establece que, si la ventana de un edificio no se repara a tiempo, lo más seguro es que las demás ventanas van a ser rotas también y que incluso es probable que el edificio sea saqueado y vandalizado, por cuanto desorden y delito se encuentran fatalmente ligados. En este contexto, la solución para los autores estriba en controlar los delitos cuando estos aún son menores, pues de esta forma evitamos el efecto dominó propio de la violencia y el desorden. El dedicarnos a controlar únicamente delitos mayores y dejar de lado el control de delitos menores ocasiona una fatal impresión de desorden, desamparo y despreocupación que funciona como génesis para la errada concepción de que como nada se castiga, todo se vale.

La teoría de las ventanas rotas fue la base para la aplicación de la doctrina de tolerancia cero, aplicada en la ciudad de Nueva York durante la década de los 80’s y 90’s con beneficiosos resultados para una ciudad que se encontraba listeada como una de las más peligrosas del mundo en la década de los 70. Bajo este enfoque, no se trata de agravar las penas ni mucho menos, sino de que la aplicación de sanciones sea eficiente, de tal forma que nadie pueda evadirlas ni evitarlas. Así en Nueva York se empezó por delitos menores: robos, hurtos, destrucción de propiedad privada y pública (empezando con los grafitis), hasta llegar a los mayores. Los cambios fueron notables por cuanto la tolerancia cero no es respecto del delincuente sino respecto del delito, por mínimo que este sea.

La escalada de violencia y delitos que vivimos no es una cuestión que se ha presentado de un momento a otro como algunos tratan de hacernos creer. Suena a burla, por ejemplo, que un exmandatario que justificaba la corrupción de sus funcionarios diciendo que el cohecho como tal no existe, pues este solo se trataba de un acuerdo entre privados, hoy desde el exilio, en un tono irónicamente lastimero diga que tuvo al segundo país más seguro de la región.

En realidad, lo que vivimos hoy no es sino un proceso que no advertimos por años, en el cual, toda una generación creció con la errónea impresión de que el crimen nunca paga pues si los delitos mayores nunca eran castigados, los menores mucho menos. Como se ha dicho en líneas anteriores, nuestro problema no radica en agravar penas ni en crear nuevos delitos, sino en la eficiencia de la administración de justicia pues al parecer, durante años se han dejado de reparar ventanas rotas y hoy el edificio está en llamas

Bajo esta premisa, querido lector, lo invito a hacer un análisis: fíjese en su ciudad, en su barrio y tómese el tiempo para considerar: ¿cuántas ventanas ha dejado de reparar?; si ya lo sabe, ¿cuánto tiempo más habrá de pasar para hacerlo?

 

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