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El Telégrafo
Antonio Quezada Pavón

Las dos alegrías

14 de enero de 2016 - 00:00

Empezó la temporada de playa y, por supuesto, toca sobre la marcha poner a punto la casita, apartamento o cabañita que todo buen costeño (y algunos serranos) tenemos cerca del mar. Por alguna razón se nos grabó en el cerebro que debíamos tener algún tipo de propiedad en la costa; parecería que uno no es nadie si no tiene alguito propio (ya estoy  en mi dialecto serrano) en la playa o por lo menos cerquita. Y claro, ese alguito debe tener vista al mar, piscina (lo que no tiene sentido si está cerca al mar), un bar, un sitio para la parrilla y muchas, pero muchas camas, catres, literas y todo aquello que sirva para que nuestros familiares y amigos vengan a pasar los fines de semana del caluroso invierno. Pues de qué sirve tener casa en la playa si nadie viene a ver lo exitosos y emprendedores que somos.

De una manera u otra se quiere revivir aquellos tiempos en los que casi se paralizaban Guayaquil y las principales ciudades costeñas por el llamado ‘horario de invierno’ y la mitad de la familia salía tres meses a la costa.

Definitivamente la esplendorosa ‘Vía a la Costa’ y la sin par ‘Ruta del Sol’, así como las otras carreteras, conectan fácilmente con los sitios cercanos y más lejanos de El Oro, Guayas, Manabí y Esmeraldas con cualquier ciudad de la Sierra y de la Costa ecuatoriana. Esto hace más atractivo tener algo propio en nuestra zona costera. Pero la vida se ha complicado; hay un éxodo de gente que sale a la playa, especialmente los fines de semana de largo feriado que hace casi imposible disfrutar del descanso y hermosa vista, debido a que las carreteras están abarrotadas de vehículos, la playa llena de gente, toldos, parasoles, comederos y vendedores ambulantes y el mar con cientos de embarcaciones para todo uso. Y resulta que en esas fechas quieren caerle todos, estén o no invitados. Así que tomamos la decisión de no ir en esos feriados, pues ya tenemos todo el resto de días para hacerlo. Sin embargo, a pesar de que insistimos en que nos visiten ‘otros días’ ni nosotros mismos podemos hacerlo. ¡Qué remordimiento no ir a la casita de la playa, que tanto nos ha costado y todavía no acabamos de pagarla!

Al final entramos en una etapa de promoción y recibimos a todo el que quiera ir y algunos con decoro nos preguntan: ¿Y qué hay que llevar? Lo cual recibe nuestra atolondrada respuesta: ¡Nada... si ahí hay de todo! Y estos son los que más vienen, pues nuestros hijos ya no quieren volver a lo mismo todas las semanas. Y nos empieza a cansar el pago al guardián, luz, agua, teléfono y ahora internet (que hemos tenido que contratar para que en la playa se pasen junto al televisor o a la computadora, todo el día). Y semana a semana algo se daña (pues normalmente era algo viejito que teníamos en casa) y es carísimo repararlo de urgencia o finalmente reemplazarlo por algo nuevo y bien costoso. Pero esto es lo que lamentamos en los pocos momentos en que no hay que atender a amigos que pasaban por ahí y entraron a saludar... y se quedaron tres días. La casa en la playa da dos alegrías: cuando se compra y cuando se vende (en el hipotético caso de que alguien la quiera). Me he convencido de que la mejor casita de playa es la que no es suya, en la cual no se tiene que pagar ni servicios, ni empleados, ni impuestos, ni prevenir el aguaje ni la inundación. A la que uno va, come, bebe y duerme gratis.

Y si espera que su mujer le bote, porque usted solo pasa en la casita de playa, ofrezca una limosna a algún santo para que en el divorcio no se quede con ella (ni con la casa, ni con la esposa). (O)

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