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En las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado, nuestro continente se vio conmovido por la tragedia de las desapariciones forzadas de opositores a las sangrientas dictaduras que asolaron varios países. Sin embargo, y al menos en nuestro país, ese fenómeno es hoy raro o inexistente. En cambio, sí se da con cierta frecuencia la desaparición voluntaria de personas que deciden ausentarse de su entorno habitual y familiar sin dejar rastro.
Periódicamente la prensa suele reportar- con alarma y algún grado de escándalo- la desaparición inexplicable de alguna persona particular. Dejando de lado los casos debidos a la criminalidad o a accidentes y enfermedades; las estadísticas policiales revelan que la abrumadora mayoría de los casos involucran a personas que deciden “desaparecer” por voluntad propia. A menudo estas personas son menores de edad o jóvenes que buscan, de esta manera, eludir situaciones de violencia familiar o escolar, o que se sienten atraídos por la aventura y el riesgo de lo desconocido.
Normalmente, el drama culmina felizmente, cuando la policía encuentra a la persona y la “devuelve” a sus familiares. Sin embargo, el relato de este final dichoso, se centra en los sentimientos (dolor y, luego, felicidad) de quien encuentra al perdido, y omite preguntarse por las causas profundas que llevan a las personas a huir de su entorno y correr riesgos tan complejos. Es necesario tener presentes las circunstancias y las formas de vida que llevan a la gente a querer “desaparecer”. Y sobre todo cuando se trata de jóvenes y menores de edad. Es posible sospechar que tras estas desapariciones, lo que se esconde es un entorno de violencia, privaciones y maltrato. Devolver a las personas a su familia, en esas condiciones, no es salvarlas, sino reintegrarlas a la fuente más peligrosa de inseguridad y sufrimiento. Es necesario narrar la historia desde la perspectiva del desaparecido, y no solo desde la perspectiva de los que quedaron atrás. (O)