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En Corea del Sur el juego del go tiene fervientes paladines. De esto trata el filme “La partida de go” (2025) del director Kim Hyung-Joo. La historia se basa en hechos de la vida real, en la rivalidad amistosa entre dos jugadores de go, Cho Hun-hyun y Lee Chang-ho: el primero, ganador consagrado en su país, y el segundo, en principio aprendiz de las artes de la estrategia y luego su gran competidor hasta que lo destrona de su lugar.
“La partida de go” se desarrolla en una Corea del Sur entre las décadas de 1980 y 1990, por lo que el filme recrea un país en pleno desarrollo y auge comercial. Además, muestra cómo el juego del go se establece en uno de los deportes de mesa populares, al punto de organizarse competencias multitudinarias, cubiertas masivamente por la prensa. Lo interesante es eso: el go es un juego que convoca a cientos de fanáticos, hecho que se manifiesta con salas dedicadas al go, o parques o lugares de la ciudad donde la gente se autoconvoca para realizar partidas; asimismo la cantidad de libros que se publican, o una prensa que informa sobre las vicisitudes de los encuentros. Incluso hay quienes, sobre todo los jurados, recogen gráficamente o dibujan los tableros y los movimientos realizados, para pasarlos a los fanáticos, lo que induce a que estos, como fieles seguidores de las figuras representativas del go, reproduzcan y vivan lo que se estaría jugando en un lugar reservado.
La rivalidad amistosa que retrata el filme de Kim Hyung-Joo es compleja. Se trata, en primera instancia, de un consagrado jugador de go, Cho Hun-hyun, que durante años ha estado a la cabeza de los campeonatos en su país. Sin embargo, un niño, Lee Chang-ho, lo observa y pretende igualársele. Lo desafía públicamente en un campeonato en el que pierde. Sin embargo, su obsesión por el go le lleva a seguir insistiendo con el campeón nacional, el cual lo pone a prueba con una difícil estrategia del go. El niño no claudica en resolverlo, contra viento y marea, incluida su familia, que tiene otros planes de futuro para él. Una vez solucionado el dilema que le plantea Cho Hun-hyun, este finalmente accede a ser su maestro y tiempo después le invita a vivir en su casa. Lo demás es historia: una relación de encuentros y desencuentros, de idas y venidas por los senderos del go, una vida dedicada a aprender la esencia del go.
Pero habría que advertir que el go es distinto del ajedrez. En este último hay un tablero, unas piezas antropomorfizadas que simulan un rey, una reina, un castillo, unos soldados, etc., todo ello determinado por un conjunto de reglas. De hecho, el ajedrez es un juego de estrategia que representa una guerra normalizada cuya tradición se remonta a siglos; este juego ha formado escuelas de jugadores muy representativas de Occidente, según varios estudiosos. A diferencia del ajedrez, el go es un juego, si bien de estrategia, con menos reglas y una disposición distinta; pues hay un tablero cuadrado que solo está trazado por líneas verticales y horizontales, y unas fichas o piedras. No existe la figuración alguna de ejércitos o poderes, sino, más bien, la idea que prevalece en el conjunto es copar y recuperar territorios, hecho que implica un desarrollo que requiere paciencia y una atención a una infinidad de variables difíciles de reconocer a primera vista. El jugador de go ve solo las fichas y espacios ocupados o desocupados, pero no se trata de llenar el tablero de fichas, sino de impedir que el contrincante vaya ocupando territorios y, con ello, partes posiblemente importantes del tablero. El jugador de ajedrez, en otro caso, sabe qué piezas están, cuál es su importancia e incluso el tablero de dos colores, organiza, tal vez, el tratamiento de la partida. Si el ajedrez representa la mentalidad occidental, el go sería más característico de Oriente.
Los filósofos Gilles Deleuze y Félix Guattari reflexionaron sobre el go y el ajedrez en su ya clásico libro “Mil Mesetas”, con el objetivo de ilustrar la idea de las máquinas de guerra. Para ellos, el ajedrez es una máquina de guerra del Estado, reglamentada, estructural y estructurada, un sistema corporativo cuyo fin es el derrocamiento de un poder. El ajedrez como máquina de guerra muestra el espacio, los desplazamientos, las posibilidades intencionadas alrededor de las piezas, cuyas cualidades son inequívocas. En la guerra, el oficial, el ajedrecista, puede simular cómo moverse estratégicamente manejando a los poderes relativos que representan sus piezas para destruir al poder institucional del otro, su reino, su Estado. En el go, la cuestión es diferente: las piezas son indiferenciadas, pueden representar cualquier cosa, desde un soldado hasta un animal o una cosa; no hay cabeza, no hay líder, no hay un solo poder. El conjunto es la visualización del poder, el cual está diseminado (como diría Michel Foucault) dentro de un espacio que más bien puede ser una constelación, una nebulosa, un mundo sin límites (a pesar de que hay tablero de juego). De ahí que Deleuze y Guattari terminen diciendo: “El ajedrez es, en efecto, una guerra, pero una guerra institucionalizada, regulada y codificada, con un frente, una retaguardia y batallas. Pero lo propio del go es una guerra sin líneas de batalla, sin confrontación ni retirada, sin siquiera batallas: pura estrategia, mientras que el ajedrez es una semiología”. En síntesis, una máquina de guerrilla. Guerra y guerrilla son diferentes, entonces: la primera representa a un poder con un cerebro determinado; la segunda tiene que ver con una guerra donde no se ve al enemigo o donde cualquier cosa puede ser sujeto de peligro, donde “una pieza de go puede destruir una constelación entera sincrónicamente”, tal como nos lo refieren los citados filósofos franceses.
“La partida de go” de Kim Hyung-Joo nos pone ante la evidencia de un juego de pura estrategia, una máquina no semiótica en sentido estricto. Esto se refleja en el desarrollo de los jugadores: Cho Hun-hyun y Lee Chang-ho. El primero ve, domina, organiza la estrategia de juego con la cantidad de variables y la integridad de piezas sin nombre; se erige en alguien que comprende el mundo mismo de los jugadores; hace dibujar y escribir sus estrategias. El segundo, en la medida en que aprende de los aciertos y errores de las estrategias de su maestro, debe crear nuevas, desafiar con otras impensadas. Si la máquina de guerra se institucionaliza, es decir, el campeón se apoltrona en su visionario poder, es evidente que surgirán otros que, desafiando sus estrategias, arremeterán con ideas nuevas. ¿No es esa la tensión entre generaciones? La película de Kim Hyung-Joo lo ilustra: dos generaciones que, al principio, juegan en tensión, pero que luego necesitan una de la otra, aunque más tarde, la más joven, tesonera, tiende a prevalecer. ¿No es también el go la representación de lo que se podría llamar la guerra comercial? Los países de Oriente hoy en día tienen el liderazgo sobre la mentalidad de Occidente, acostumbrada a las normas, a la estatización. Si bien el go nace en China, su difusión milenaria por el continente asiático conduce a pensar que la cultura oriental ha perdurado sin quebrantar sus valores, pero también produciendo innovaciones impensadas.
El filme de Kim Hyung-Joo, aunque pretende ser biográfico, histórico, evocador del juego del go, es también una metáfora de cómo las sociedades orientales han comenzado a penetrar con más fuerza a Occidente.