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Cada domingo la fiesta se renueva en los estadios. Es la práctica deportiva con mayor adhesión popular. Es el griterío de las hinchadas y el regocijo colectivo. Es la combinación de la táctica con la destreza física. Es la estrategia analizada en los camerinos y la habilidad y empeño de 22 atletas del balompié. Es la lozanía y la experiencia conjugadas con rigor técnico. La emoción se agiganta cuando la pelota se incrusta en las mallas de la portería. El gol provoca el delirio de las multitudes y es elemento gravitante en la euforia del aficionado. El esparcimiento futbolero rebasa los 90 minutos, con las impresiones y comentarios de los partidos resumidos en los programas de TV y, luego, en el habitual trajín individual. Toda una obsesión por el rey de los deportes.
El fútbol, sin embargo de su mágico desarrollo en el engramado, ha sido absorbido por los tentáculos del mercantilismo y aquello acarrea otro juego fuera de las canchas, en donde sus reglas están dentro de un sistema perverso de ganancia a todo nivel. Tal como lo advirtió Eduardo Galeano en su célebre libro El fútbol a sol y sombra: “El juego se ha convertido en espectáculo, con pocos protagonistas y muchos espectadores, fútbol para mirar, y el espectáculo se ha convertido en uno de los negocios más lucrativos del mundo, que no se organiza para jugar sino para impedir que se juegue. La tecnocracia del deporte profesional ha ido imponiendo un fútbol de pura velocidad y mucha fuerza, que renuncia a la alegría, atrofia la fantasía y prohíbe la osadía”.
Tal espectáculo empaña el sentido lúdico del fútbol convirtiéndole en un codiciado bien de lucro. Por eso, no es un hecho aislado el escándalo que envuelve a la FIFA desde mayo anterior, ante una investigación de la justicia norteamericana en donde varios dirigentes se vieron inmersos en redes de corrupción que iban desde sobornos hasta lavado de dinero, situación que hasta el momento continúa en plena etapa indagatoria y que ya tiene a algunos imputados -incluidos altos empresarios- tras las rejas.
Este caso puso el dedo en la llaga en un tema que siempre estuvo en entredicho en las cúpulas directivas del fútbol mundial, pero que ningún país -especialmente europeo- se atrevió a profundizar en sus adentros. Era algo así como un secreto a voces, que nadie quiso gritarlo, tal vez por temor a enfrentar a un ente omnipotente como la FIFA y con él a sus confederaciones adjuntas con estructuras extraterritoriales que brindan ciertos blindajes administrativos y un estatus autonómico al cual se han hecho de la vista gorda los estamentos de control, por ejemplo, en los patrimonios personales de los máximos personeros, en los movimientos de las cuentas bancarias asociativas y particulares, en la negociación con empresas ligadas a los derechos de transmisión mediática de certámenes y de patrocinios.
Nuestro continente también está salpicado en esta trama con tarjeta roja en Argentina, Uruguay, Bolivia, Brasil, Venezuela, Paraguay, Trinidad y Tobago. ¿Y Ecuador? Hasta el momento no se lo relaciona con este asunto.
Por otra parte, ¿qué sucederá con la organización de los mundiales de Rusia y Catar, en 2018 y 2022, respectivamente? El punto de controversia sería la posible compra de votos para la aprobación de tales sedes. Si esta adjudicación de la FIFA toma un vuelco distinto, habrá consecuencias legales e incluso de carácter político. A lo dicho hay que agregar que en octubre arrancarán las eliminatorias para la próxima cita mundialista, con lo cual el panorama se torna incierto en el ocaso de Blatter y el organismo todopoderoso a su cargo.
Que la deshonestidad no manche el normal movimiento del balón. (O)