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Aminta Buenaño

La Chispa

18 de agosto de 2017

Seguramente este es un artículo políticamente incorrecto y quizás no sea merecedor de este espacio destinado para otras líneas cuando el país se debate en temas cruciales como la lucha contra la corrupción y otras enfermedades milenarias, y convertidos en caníbales de nosotros mismos nos enzarzamos en guerras sin cuartel en ese escenario sin fronteras y sin escrúpulos que son las redes sociales.

Este artículo, a contrapeso, trata del amor, de las emociones y del afecto. Trata de mi perrita. Yo tenía una perrita que se llamaba Chispa y se llamaba así porque era un fuego, un temblor, un terremoto de energía, alegría y vivacidad. Cuando llegaba a casa me recibía con un júbilo que nunca he visto en pariente alguno. Daba volteretas, aullaba, lloraba y sus nobles ojos preñados de agua eran paisajes en donde se dibujaba un amor incondicional: hiciera lo que hiciese, dijera lo que dijera, aunque la amenazara con la chancleta a veces aburrida de sus desbordados y atosigantes mimos que me impedían descansar. Estaba allí Chispa, siempre al lado mío, como una amiga fiel, como una sombra que alargaba la mía, alerta y sensible a las señales de mi rostro, solidaria con mis emociones, con una atención hipnótica y reverente, de niña de escuela ante la maestra que ama.

Era mi compañera de soledades, mi confidente de secretos inconfesables, el más atento auditorio de mis monólogos nocturnos y mi exacto reloj despertador de la mañana cuando me despertaba con sus joviales y locas lengüetadas. Me la regaló un buen amigo en Nicaragua un día que me vio sola y pensó que necesitaba compañía: Necesitas una hija nica, afirmó; pero fue al revés, yo fui su compañía, porque desde que llegó no quiso desprenderse de mí y era un auténtico calvario salir a la oficina todos los días luchando con la Chispa para que no me vea partir con la cartera en brazos y corriera disparada detrás del carro que me conducía al trabajo.

Era una caniche, una bolita blanca llena de pelos, con un hocico como un higo negro y unos ojos cafés oscuros en donde me retrataba mejor que un espejo. Era amorosa, dulce y juguetona. Cuando leía estaba a mis pies como una alfombra y saltaba con cada comentario que hacía, asentía o ladraba de acuerdo a sus gustos literarios. Escuchaba música y la clásica le deparaba los mejores sueños; aborrecía el merengue, la salsa y el reguetón a los cuales les dedicaba lastimeros aullidos; pero se fascinaba con los antiguos boleros de los Panchos, especialmente nunca dejaron de gustarnos los viejos temas de la trova cubana.

Aprendió a bailar conmigo, respetaba mis silencios, nunca me censuró aquellos largos viajes que emprendía, pero cuando retornaba me recibía como si hubiera resucitado después de muerta.

A veces las personas sufrimos una grave enfermedad, la de no valorar lo que tenemos y para mí la Chispa, en mi enfebrecido imaginario, era solo una mascota. Un sábado lluvioso, hace exactamente 4 días, la dejé sola porque tenía que ir de compras. A la vuelta la sorprendí embarrada en vómitos y heces, con sus patitas temblorosas y quejándose lastimeramente. Era muy noche, corrí al primer veterinario de emergencias que encontré, la crucificaron con una parafernalia de sueros y pastillas que no le resucitó la salud, pero la dejó inerte como un saco de papas. Me la llevé desesperada. Luego fue a una clínica que la estabilizó. La regresé a casa convencida de que con amor y remedios la curaría. La dejé al cuidado de la doméstica y me fui a dictar una conferencia. Yo nunca supe que cuando recibía flores y aplausos, en el mismo instante que destacaba la labor heroica de las Manuelas ecuatorianas; en ese momento, un pedacito de mí se estaba muriendo desangrada por una feroz infección que hacía mella en sus signos vitales.

Hoy alguien me consuela diciéndome: "No llores, era solo un perro, ya te comprarás otro". Y yo asiento, pensando que no sabe lo que habla. La Chispa descansa en un rinconcito de mi jardín y en el santuario personal y sagrado de mis afectos. (O)

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