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Al aceptar retomar mi columna, me he constreñido a mí mismo a encontrar temas periódicos sobre los que escribir. En parte, si soy sincero, lo he hecho a regañadientes. Por un lado, a pesar de que siento que no tengo algo interesante para decir cada semana o cada quince días, me resisto a no escribir cada tanto, por ejemplo, sobre las cosas que suceden en este país. Pero, por otro, siento que este país se repite a sí mismo sin cesar. Uno podría, quizás, escribir una columna “tipo” y publicarla eventualmente cambiando uno que otro nombre y circunstancia, que daría igual. Adoum decía que en este país un río es siempre el mismo. Por ello, aquí habría que enterrar de una vez la frase de Heráclito y adoptar el verso de un poeta: “círculo, sobre círculo, sobre círculo”. Como imaginarse un compás a motor e impulsado por energía solar: ¿cuánto tiempo aguantará la punta del lápiz?, ¿cuánto el metal y cuánto el sol? No importa, los trazos se repiten sobre el mismo trazo y aquí hay que venir a protestar cada tanto.
Pero, lo que es peor, al menos para mí y en mi estado actual de ánimo, es que las columnas de opinión con mucha frecuencia parecen haber sido escritas como quien está seguro de que tiene todas las respuestas y la verdad absoluta para una serie de temas opinables. Y luego, si uno ve la televisión o escucha la radio, escucha nuevamente las mismas voces cien veces repetidas. Y como, a pesar de las honrosas excepciones, hay muchas voces soberbias o mediocres, he preferido tomar distancias. He dejado, por esto, de aceptar las pocas entrevistas a las que me han invitado. Y por ello me he sentido algo culpable –por decirlo de algún modo– al aceptar nuevamente este espacio. Y lo digo porque me gustaría aprender a cultivar el silencio más que la palabra supuestamente certera sobre el enésimo tema de coyuntura del país (que suele ser una versión cosméticamente modificada de un tema añoso).
Habría que hacer a un lado la opinión tanto más eficaz cuanto más radical, el juicio más zahiriente, la opinión más definitiva… Y luego las palabras que caen en saco roto cuando se vuelve siempre a las mismas voces, a esas personas que, como el personaje de Moliére, no saben que hablan en prosa. Ser un “líder de opinión”, un polemista, un tipo “sin pelos en la lengua”, o bien un patriotero o un moralista, son cosas que habría que evitar a toda costa. No es, naturalmente, el caso de todos los columnistas, pero creo que se puede decir que es un fenómeno que se repite muchísimo y que se encierra en sí mismo como una serpiente que se muerde la cola.
Por todo esto, a menudo escribo algo cansado, pero también es cierto que no puedo dejar de escribir. Con frecuencia escribo algo molesto, pero no puedo dejar de levantar la voz, al menos cuando siento que es imprescindible. Escribo porque a veces creo que puedo regalarle a alguien el beneficio del llanto y de la sonrisa, o que puedo darle algo en qué pensar: no decirle qué pensar –como un acto de soberbia– sino presentar una modesta invitación a compartir una idea, a veces para reivindicarla, otras tantas para enterrarla. Como decía Camus, hay quien, renunciando a la esperanza del cambio definitivo, renunciando a un dios a o la salvación, no puede renunciar tan fácilmente a sus congéneres. Sin querer salvarles, como hacen quienes practican un culto (a veces solo el culto de su propia persona), se quiere al menos servirles. En definitiva, aunque siento que no tengo mucho que decir, supongo que a veces está bien decirlo (y que a veces, además, es necesario).