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Los pueblos se nutren de un pretérito vigoroso en su noble afán por consolidar una estructura propia, de tipologías especiales, en donde la soberanía, ubicación geográfica, integridad, cultura, sistemas: jurídico, político y económico sean una sola argamasa en medio de las diversidades sociales.
Las colectividades, en su afán por alcanzar el vértigo de las libertades, buscan de manera incesante afianzar los senderos de identidad cultural, en la semejanza de valores comunitarios que hablen por sí mismos acerca del concepto de nacionalidad, cuya conjunción abarca las tradiciones, costumbres, lengua, simetría territorial, potencial humano, dinámica productiva; todo ello como un destino integral. Para Miguel Donoso Pareja, la nación “… es la totalidad de los habitantes que, asentados en un territorio, tienen un mismo gobierno”.
En este objetivo de articulación del Estado-Nación, la historia juega un rol preponderante, desde donde se fraguan las líneas conductoras para alcanzar la unidad en medio de la heterogeneidad comunitaria. Es a partir del pasado que toda nación encuentra los elementos pertinentes de nacencia y posterior crecimiento, sin descartar en el camino los momentos de crisis y decadencia. Por esto es interesante regresar la mirada para hallar respuestas a aquel signo interrogante que se plasma en nuestras individualidades: ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Hacia dónde vamos?
Este ejercicio cuestionador nos lleva innegablemente a revisar las páginas que antecedieron los rumbos actuales. Desde la historia -que revela verdades- podemos encontrar múltiples respuestas que incluyen a los códigos identitarios, a partir de “… un diálogo sin fin entre el presente y el pasado”, tal como advierte Edward H. Carr, para quien a su vez: “La convicción de que provenimos de alguna parte está estrechamente vinculada a la creencia de que vamos a algún lado. Una sociedad que ha perdido la fe en su capacidad de progresar en el futuro dejará pronto de ocuparse de su propio progreso en el pasado”.
Ante lo dicho, es clave apreciar a la identidad como un factor sustancial en el robustecimiento de las naciones, entendiendo que la misma se construye desde los aprendizajes, enseñanzas y legados, junto con las maneras de ser del individuo, en una constante interacción con el espacio y un marcado sentimiento de pertenencia. Bien dijo Jorge Enrique Adoum: “Ante todo, la identidad colectiva no es algo definido e inmutable, conformado por los siglos anteriores a nosotros, que hubiéramos recibido como una instantánea del pasado, menos aún como un tatuaje que no podemos borrar, sino que se va haciendo, como un autorretrato, por acumulación de rasgos o como un collage”.
Por su parte, Enrique Ayala Mora considera que: “Para cada pueblo escribir y reescribir su historia es una necesidad de supervivencia. Más allá de la curiosidad o del prurito de coleccionar recuerdos, está el imperativo de conocer y asumir las propias raíces”.
Más aún cuando esa voz histórica supera esa interpretación oficial reducida a desfiles militares, charreteras y uniformes recién salidos de la tintorería, tal como expuso Eduardo Galeano, y se incorporan múltiples voces -esas otras voces silenciadas en el tiempo-, a ratos anónimas, que también forman parte de ese rostro diverso de nuestras realidades circundantes de raigambre ecuatoriana y latinoamericana. (O)