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Santiago Roldos

Herir, maldecir, sanar, tareas del arte

21 de enero de 2018

“La infancia es un cuchillo en la garganta”, dice el dramaturgo libanés-canadiense Wajdi Mouawad en su celebrada obra Incendios. Una frase que la mayoría de padres del mundo quisiéramos no acreditar, o al menos no completamente, en nombre de nuestras mejores intenciones, a pesar de lo certera y familiar que nos resulta.     

Credos y religiones -incluyendo refritos post new age, tipo socialismo del siglo XXI, con todo y su tergiversación a lo Paulo Coelho del Sumak Kawsay- se inventaron para convencernos de que sentir, pensar o decir cosas así es un pecado, y morigeran hasta la negación la cruel realidad de nuestras luchas cotidianas por la igualdad y la diferencia, en un mundo profundamente hostil, construido sistemáticamente a espaldas del afecto.   

De ello hablaron los griegos, Los cuatrocientos golpes de Truffaut, Paisaje en la niebla de Angelopoulos, la picaresca española, las novelas de Dickens y Twain, entre otras cumbres o abismos -depende de cómo se lo quiera o pueda ver- del espíritu y la materia, confirmando que, querámoslo o no, es un cuchillo en la garganta la infancia.  

El arte produce imágenes que nos hieren paradójicamente: mientras más parecen enmudecernos, es en esos límites donde ulteriormente nace una voz capaz de hacerse cargo, o no, de dar cuenta de su propia historia, y de algún tipo de compromiso con las generaciones pasadas y por venir.  

En otro plano de esa crueldad inmanente, la argentina Lucrecia Martel -autora de la gran película latinoamericana de las últimas décadas: La ciénaga- ha dicho: “Las obras maestras (…) logran urdir entre sus letras un veneno muy particular, que enferma, enloquece, y finalmente transforma humanos en animales mejores”.   

Resulta indispensable, ante la mediocridad de la coyuntura -la censura a una obra comercial peligrosa solo en imaginaciones muy limitadas- pensar las reales dimensiones y desafíos de las transgresiones que el contexto realmente nos demanda. El arte no reivindica tanto el derecho a expresarse como la obligación de herirnos, divertirnos, subvertirnos y sanarnos. (O)

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