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Hace cuarenta años

25 de julio de 2014

Era la época de los estrictos tribunales para las pruebas orales. La familia y los amigos presenciaban la intervención del nervioso estudiante. Luego de pasar por esta complicada evaluación, 35 jóvenes se graduaban como bachilleres, en el ya lejano julio de 1974.  

Me relató mi amada madre -que hoy descansa en el regazo del Señor- que cuando se dirigía a la escuela Magdalena Dávalos, donde ella estudió, pasaba por la vereda del frente y pensaba: “Cuando tenga hijos los pondré en este colegio”. Fueron varias las ocasiones que en su mente infantil se repitió la frase. Pasaron los años y a sus dos varones los matriculó en el colegio que -desde niña- ya había elegido. En una fría mañana de octubre de 1968, tomado de la mano de Carmelita, llegué a mi colegio. Tenía 12 años. Cuando ingresamos al edificio, todo me pareció tan grande… Ese día lunes, reunidos todos los estudiantes en el patio principal entonaron el Himno Nacional. Me asustaron las firmes y graves voces. El rector de aquel entonces, padre Luis Ambrosio Cruz, dio la bienvenida a los ‘chúcaros’ (estudiantes del primer curso). Ya en el aula, empezaron a tomar lista y nos llamaban ‘señores’. ¿Por qué nos dirán señores, si todavía somos niños?, pensó la mayoría. En el primer recreo, fui a buscar a mi hermano mayor que ya estaba en cuarto curso.

Transcurrían los primeros días. En la capilla, nos presentaron a una abnegada y amorosa mujer. Mientras caminábamos desde la infancia hacia la adolescencia, ese amor fue creciendo. Y, desde luego, perdura hasta el día de hoy. “(…) Bajo tu manto sagrado / mi madre aquí me dejó / Señora ya eres mi Madre / no me abandone tu amor / no me abandone tu amor (…)”.

Las obras de teatro dirigidas por el padre Néstor Robayo hacían las delicias del público. Los actores principales eran el ‘Loco’ Pazmiño y el ‘Loco’ Darquea, quienes estaban dotados de un fino sentido del humor. Solamente a Pazmiño y a Darquea el exigente director les permitía salirse del libreto. Bajo su atenta mirada, se preparó  la obra ‘Los aparecidos’, del autor español Carlos Arniches. Por el tono de voz, todavía agudo, un grupo de ‘chúcaros’ fue escogido para participar en la obra. Fue así que formamos parte del ‘coro de viejas’.

Un grupo de expertos escaladores había formado el club Montaña. Cuando visitaban los cursos para incorporar a nuevos miembros, hablaban -muy orgullosos- de que habían llegado a la cima del Chimborazo, Cotopaxi, Tungurahua, Sangay y otros nevados de nuestro hermoso Ecuador. Para quienes padecíamos de vértigo no era muy recomendable el ingreso, puesto que en las prácticas llegaban hasta la parte más alta de la Basílica.

Tuve el privilegio de conocer y conversar con monseñor Leonidas Proaño, a quien nuestro grupo invitó en varias ocasiones a las reuniones de los sábados. Al ‘Obispo de los Indios’ lo admirábamos por su compromiso con los más necesitados, por su inteligencia, por su humildad, por su valentía.

En ocasiones, me visita el aroma del eucalipto que adornaba el patio del colegio. Retorna a mi mente la imagen del reloj que apresuraba nuestro caminar para evitar el temido atraso, reportado por Abelito Hernández. Me visitan las miradas amorosas de mis dos madres: de la que me dejó en el colegio y ya no está; de la que me recibió y siempre estuvo, está y estará.  

Hoy recuerdo con gratitud a mi querido colegio San Felipe Neri, de la ciudad de Riobamba, al que ingresé en 1968 y del que nunca salí. No salí porque las ilusiones, las risas juveniles, permanecerán en algún pequeño rincón de patios, corredores y pupitres. Permanecerán también en los acordes del himno a la Madre Dolorosa, que tienen la magia de transportarnos a la época más feliz de nuestra juventud.

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