Al referirse a la obra enorme de Andrés Bello, filólogo, pedagogo, jurista y políglota del siglo XVIII, Uslar Pietri decía que desde el bufet, el aula, la poesía, el estudio de la palabra, Bello “estaba haciendo una América, una Venezuela, un Chile, un México más perdurables y grandes que los que demagogos y guerrilleros pretendían alcanzar en la dolorosa algarabía de sus revueltas y asaltos”.
Ya desde las luchas por la independencia y la consolidación de repúblicas, se veía en América Latina la confianza desmedida en las armas como símbolo de heroísmo. En el siglo XX, tras las dictaduras en países como Cuba y Nicaragua, los combatientes que terminaron ascendiendo al poder mostraron más temprano que tarde un talante poco democrático erigidos como comandantes demagogos.
A la pequeña Nicaragua, esa “dolorosa algarabía de revueltas y asaltos” no daba paso a un gobierno pluralista y pacífico, sino que se perpetuó en interminables guerras civiles de altísimo costo, con la intervención vergonzosa de EE.UU. en medio. Se ha calculado que la confrontación entre sandinistas y contras durante los setenta y ochenta dejó un saldo de 65.000 pérdidas humanas.
Alguna vez el corrupto Daniel Ortega fue un joven de clase media de mucha acción y poca reflexión que ingresó a una universidad, escenario también de lucha social. Sus padres también fueron opositores de la dictadura de Somoza. Ortega se sumó a un movimiento guerrillero de izquierda que veía en demócratas liberales a enemigos ideológicos. La lucha armada fue un método para que él y sus compañeros se encaramaran y gobernaran desde directrices totalitarias.
¿Por qué caemos en la trampa de confiar en comandantes demagogos y autoritarios medio cristianos, marxistas, machistas, que creen que gobernar es defender la trinchera de sus ideas y obsesiones y que no sueltan el poder durante décadas, como los dictadores a los que decían combatir? (O)
