Si algún daño hizo Gabriel García Márquez -sin quererlo-, fue crear la ilusión en algunos periodistas de que seguirían su destino: empezar con el periodismo de la calle y terminar con la medalla Nobel de Literatura en su pecho. Y no es mala ni buena esa ilusión. Todos caímos alguna vez y la sentimos como verdadera con algo de apasionamiento en este oficio, al que el recién fallecido novelista calificó como el ‘mejor del mundo’.
Lo malo es el supuesto periodismo literario falsamente otorgado al Gabo: jamás existió ni en el oficio y mucho menos en las páginas del autor de Crónica de una muerte anunciada. Al contrario, el rigor y la disciplina con la que lo ejerció prueban hasta dónde supo colocar, sin duda alguna, los límites de la ficción y de la realidad. Pero sobre todo, en las múltiples clases (en ejemplo y en las de la Fundación del Nuevo Periodismo, fundada en 1994) García Márquez impuso lo básico, elemental y que no pasará jamás de moda: escribir bien.
Algunas de las críticas que hoy escuchamos al ejercicio periodístico de estos tiempos ya las dijo el Gabo de muchas maneras: detestaba el uso de la grabadora como reemplazo a la memoria y al corazón; se fastidiaba con las entrevistas para ennaltecer al entrevistador y (como me criticó ácidamente) las que no terminan pronto; y era muy consciente del daño letal de un periodismo sin ética.
Es cierto que algunos empezaron por el periodismo y terminaron -pocos con buenos resultados- de narradores. Y sí, porque Gabo nos estimuló a escribir bien, incluso para saltar a esa compleja y hasta dolorosa tarea de fabular, novelar, narrar desde la realidad hacia la ficción. Su ejemplo está en cada relato, discurso, cuento, novela o entrevista. Era un ‘dador de noticias’ y un fabulador de realidades, pero con amplias luces e inteligencia sin poses.
Solo con poner este ejemplo, muchos periodistas dirán que Gabo fue un maestro en toda la extensión de la palabra: los inicios de sus crónicas y reportajes, el primer párrafo, son de una exquisitez insuperable. Ahí estaba condensado todo: desde el sentido de la narración hasta los detalles que, como células madre, apuntalaban la obra. Cuántos quisiéramos tener su lucidez para, todos los días, iniciar una crónica o un relato con el mejor de los primeros párrafos, de modo que se quede grabado en nuestra misma memoria como en la de todos nuestros lectores.
¿Cuando el novelista colombiano empezó a tener fama internacional perdimos al mejor periodista del mundo? Puede ser verdad. Pero los periodistas nos somos nada frente al peso de una novela que puede ser leída (como ocurrió con Cien años de soledad) por casi todo el mundo y entendida por ese casi todo el mundo desde cada una de las sensaciones que desata. Y esa novela (escrita cuando más periodista era García Márquez, sobre todo porque ejercía el oficio desde una modestia y unas angustias económicas supremas) destila crónica, en su esencia y poder, por todas partes. Pero no cualquier crónica ni tampoco la más académica y exquisita: es la crónica de un universo mirado desde la condición del periodista, con toda su capacidad de asombro, pero también con el rigor de la búsqueda, coherencia narrativa y semántica, para construir en la intimidad de cada lector un cúmulo de sentires y saberes.
Nadie puede negar que al salir de sus novelas no hubo un deseo intenso de escribir. Al contrario, su escritura obligó a leer a muchas generaciones y a ser buenos periodistas a los recién iniciados.