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El Telégrafo
Jorge Núñez Sánchez - Historiador y Escritor

Fenómeno natural y desastre social (2)

01 de octubre de 2015

Desde el siglo XIX el mundo intelectual se ha preocupado por estos fenómenos, aunque viéndolos más bien como eventos ocasionales y extraordinarios que como sucesos recurrentes. Particularmente interesante ha sido el interés en el continente americano, donde la vulcanología ha tenido y tiene reiteradas manifestaciones, y donde la presencia de roces y choques de placas tectónicas ha producido frecuentes movimientos sísmicos e inclusive grandes terremotos.

Uno de los primeros intelectuales sudamericanos que se interesaron por esta temática fue el tradicionista peruano Ricardo Palma, que bautizara a estos fenómenos con el nombre de ‘injurias del tiempo’, queriendo expresar que se trataba de sucesos con los que el clima afectaba a las gentes.

En verdad, hallo que más propio sería hablar de injurias que nos hace la naturaleza y también de injurias que las gentes le hacemos a ella. Porque la naturaleza nos injuria sin afán de injuriar ni conciencia de ello, pero nosotros la hemos afectado, en general, con alguna conciencia y a veces con plena y absoluta conciencia de la ruindad que conllevan nuestros actos.

Destruir sistemáticamente bosques y florestas, alterar los cauces de los ríos o asentar poblaciones en ellos, contaminar las aguas o usar ríos, lagunas o mares como botaderos de desechos, recortar montañas para hacer vías, quemar los rastrojos sobrantes de las cosechas, emitir gases contaminantes en monstruosas cantidades, son prácticas humanas que afectan gravemente a la naturaleza y que provocan deslaves, inundaciones e incendios. Por eso se habla de impacto ambiental, para definir el efecto causado por la actividad humana sobre el medio ambiente.

Las ‘injurias del tiempo’ más comunes que ocurren en nuestro país, dadas sus características geográficas, son los terremotos, las erupciones volcánicas, las inundaciones, las sequías, los deslizamientos de tierra y los incendios. Los cuatro primeros son fenómenos incontrolables e incontrolados, dada su esencia telúrica y su enorme magnitud. Frente a ellos, lo único que cabe es tomar medidas de prevención, para disminuir sus efectos dañinos. Pero los deslizamientos de tierra y los incendios tienen, en gran medida, participación humana directa o indirecta.

Hablando de deslizamientos, recordemos el caso del deslave de La Josefina y el taponamiento de los ríos Paute y Jadán, causados en 1993 por las abusivas extracciones de material pétreo en la parte baja del cerro Tamuga. Recordemos el parecido fenómeno ocurrido en la tragedia de la zona aurífera de Nambija, ese mismo año, en la que fallecieron unas 160 personas; y la más reciente en la zona minera de Ponce Enríquez, de similar factura.

Recordemos, en fin, los continuos derrumbes en las vías carrozables, especialmente en la carretera Quito–Santo Domingo, que han enlutado nuestra historia con una secuela de destrucción, ruina y muerte, y que han sido causados por el natural deslizamiento de los suelos inclinados cuando hay una acumulación excesiva de agua en las laderas, y por el diseño antitécnico de las vías. (O)

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