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El Telégrafo
Ximena Ortiz Crespo

Estructura y derechos

18 de junio de 2022

El artículo “¿Cómo se volvió San Francisco una ciudad fallida y como podría recuperarse?” publicado hace una semana en El Atlantic es un ejemplo de porqué resulta indispensable que una sociedad establezca continuamente las bases de su convivencia de tal manera que la vida y el desarrollo florezcan. En su artículo, Nellie Bowes muestra cómo la indolencia y el libertarianismo vanguardista de habitantes y autoridades volvió a esta urbe, bella y reverberante, una ciudad fantasma.

De ser enormemente atractiva por lo avanzado de su pensamiento y su arte, llena de intelectuales y artistas, la ciudad ha ido sufriendo una decadencia tal que muchos de sus habitantes tradicionales están huyendo de ella. Su mayor problema es que tiene alrededor de 8 mil personas en situación de calle, muchas de ellas adictas que sobreviven gracias a una enorme ayuda del Estado que las atiende en plazas y parques. Mientras tanto, los traficantes de drogas venden su mercancía a vista y paciencia de las autoridades y la delincuencia es rampante. Muchos de los habitantes de calle viven en tiendas de campaña y mueren sin que hayan servicios sanitarios que los recojan. La gente experimenta una tremenda inseguridad.

 

Los ciudadanos de San Francisco han decidido reaccionar y han empezado a revocar el mandato de autoridades. Parece que la tradición libertaria, tan atractiva años atrás, ha sido llevada a un límite tal que ahora la ciudad agoniza. Los sanfrancisqueños quieren un cambio drástico y así lo han demostrado hace diez días votando por la revocación del mandato de Chesa Boudin, su fiscal. Quieren autoridades más enérgicas y menos adictas a lo extravagante.

Esta lectura, contrastada con los días que vivimos, me ha traído a reflexionar sobre la estructura que el Ecuador requiere para el desarrollo de sus pueblos. Hemos llegado a un momento en que la anarquía campea y la violencia marca a nuestro país. La ley no se aplica. Como resultado, el crimen organizado prospera, la corrupción permea todas las capas sociales y el asesinato es pan de todos los días. Esa falta de estructura –lawlessness, en inglés– se manifiesta en las atrocidades de las cárceles, los sicariatos, los crímenes entre bandas.

Estamos repletos de motivos para preocuparnos por la democracia ecuatoriana y su futuro. Constatamos una y otra vez la corrupción en el manejo de los fondos públicos, la fuga de personas y capitales, las maniobras antidemocráticas. Siete de cada diez personas que trabajan no tienen estatus legal ni protección social. Y ellos/as son indígenas y jóvenes.

En medio de esta situación, no podemos esperar que las personas que no disfrutan de derechos muestren compromiso cívico o quieran diálogo. Las protestas protagonizadas por indígenas y estudiantes han producido inmensas pérdidas económicas, destrucción del patrimonio, graves afectaciones a los sectores productivos agrícolas y de turismo, reducción de los servicios públicos y aumento de la desconfianza general. Están motivadas por la ausencia de derechos y, consecuentemente, por la frustración enorme que causan la pobreza y la imposibilidad de movilidad social.

Las condiciones de vida de las personas que intervienen en las protestas nacen de sentimientos negativos de seres que se sienten discriminados. Las protestas les permiten, al estar impotentes y frustrados, arremeter contra las instituciones que los dejan fuera, mientras, por un momento, ellos controlan la situación. Esto eleva su autoestima y despierta miedo en los demás. Las personas –que en otras circunstancias se siente inhibidas– al participar en actos violentos sienten que su frustración se alivia y se animan a seguir adelante.

Es probable que el llegar a Quito este fin de semana sea para los indígenas, una vez más, un acto simbólico, pero también una ocasión para infligir daños a un área urbana donde cada individuo puede actuar de forma anónima. El movimiento indígena refleja el sentimiento de sus miembros de no ser parte del Estado, de no tener nada que perder y por ello sus acciones violentas les parecen justificadas. Como resultado, hay menos espacio para el diálogo. Parece impensable que el gobierno y la dirigencia puedan planificar de forma conjunta una agenda para el desarrollo. Ojalá me equivoque.

Pero, volviendo a la situación de la ciudad de San Francisco, podemos hacer un contraste con la del Ecuador de ahora. Allá existió desidia y exceso de ideología por parte de ciudadanos y autoridades. El conflicto social se volvió inmanejable. Aquí, la sociedad sigue dejando fuera a un enorme grupo social que no puede gozar de los derechos que tienen unos pocos.

Es difícil lograr un equilibrio adecuado entre políticas sensatas y factibles, por un lado, y máximas libertades individuales, por otro. Lo que sí es cierto es que en toda sociedad, a menos que exista un equilibrio de oportunidades para todos, el estancamiento es inevitable.

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