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El Telégrafo
Lucrecia Maldonado

Eso de abrazar árboles

24 de agosto de 2016

Es parte de la rutina de la mañana: salir a caminar por la urbanización, y allí, en uno de los recodos del parque lineal, encontrar ese tronco no tan añoso del eucalipto que espera, paciente, el abrazo de ese día. No sé si soy la única. Y, la verdad, trato de hacerlo cuando no hay por el lugar más transeúntes que yo. Es porque tengo miedo. Un básico miedo a que me crean rara, o loca. Un miedo más pensado a que, ahora que andamos en campañas electorales y cosas parecidas, alguien diga que a los articulistas de EL TELÉGRAFO nos pagan por abrazar árboles. Miedo a que alguno de mis amigos de diferente tendencia política me haga un monumental escarnio de una actividad que alguien me sugirió alguna vez, en un pasado ya un poco remoto.

Porque, de un tiempo a esta parte, abrazar un árbol se ha convertido en una actividad proscrita, ridícula y deleznable. Casi un pecado, diríamos. O tal vez eso: un pecado. Y mortal. ¿Por qué? Porque la hace y la recomienda un funcionario de este Gobierno. Porque, siendo sinceros, ¿qué pasaría, por ejemplo, si se evidencia que alguno de los escritores de los blogs antigobierno también abraza un árbol, así, casi a escondidas, como lo hago yo? ¿Qué pasaría si sale por ahí la noticia de que un buen médico, muy crítico de este régimen, que incluso comparte en redes sociales muchos artículos, memes y posts en contra del régimen, fue quien alguna vez me recomendó abrazar un árbol por lo menos una vez por día? ¿Saben lo que pasaría? Absolutamente nada. Tal vez la actividad proscrita, de la noche a la mañana, se volvería recomendable. Porque quienes la hacen están contra el Gobierno. No por nada más.

Pero como eso no se hace público, entonces Carlos Michelena se burla del abrazo a los árboles, y una buena persona, articulista de un periódico de oposición y gran trabajadora de la cultura, se manda la ácida indirecta al respecto, con cualquier pretexto, y la gente común de la calle se pone a repetir con un entusiasmo digno de una bandada de pericos cuán ridículo y estúpido es abrazar árboles. Y a lamentarse de que incluso hay un señor al que se le paga por hacerlo, como si solamente se le pagara por eso.

Quiero pensar que es gente que no lo ha hecho. Jamás. Que la víspera no ha pasado por un día de disputas familiares y toma de decisiones dolorosas y difíciles. Que no ha tenido un sueño sobresaltado por las preocupaciones cotidianas. Que no ha sentido el aguijón de la soledad y de las dificultades no buscadas. Que no sale por la mañana a recorrer la urbanización planteándole preguntas complicadas al poder superior del universo, y que cuando ve el árbol de siempre, allí, con su serena y cotidiana presencia, no ha experimentado el alivio de encontrar a uno de esos viejos amigos silenciosos que casi no dicen nada, pero que siempre están ahí para lo que se ofrezca. Que jamás se han agarrado, casi con desesperación, a ese tronco fuerte y al mismo tiempo acogedor, que no han sentido la paz de conectarse con la tierra y experimentar cómo el corazón late al unísono de la savia que lo recorre. Y que después de demorarse un poco en la sencilla acción no ha pensado que ese día, aunque se mostrara difícil, también valía la pena de ser vivido con ánimo, con ganas y con esperanza.

Seguro lo critican porque jamás lo han hecho. Y de seguro que, si alguna vez lo prueban, van a saber exactamente de lo que estoy hablando. Ah, y no me pagan por eso, salvo el árbol y su calidez, no me hace falta más. (O)

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