Sin los más mínimos requisitos democráticos se llevaron a cabo el pasado 6 de diciembre las elecciones parlamentarias en Venezuela. Lo que marcó esta jornada fue la abstención del electorado que bordeó el 70% y, por supuesto, la decisión de la oposición de no participar en los comicios. El descontento y escepticismo es fuerte en un proceso electoral marcado por la desconfianza en la política y las instituciones.
A pesar de que la oposición no ha participado en los últimos procesos electorales como un símbolo de protesta, este hecho no ha logrado establecer un mejor escenario democrático. Luego de estas elecciones, el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) tendrá un control efectivo del Parlamento. Lo que resta ahora es que Juan Guaidó deje su cargo el próximo 5 de enero dejando en el ambiente una pregunta, ¿es un triunfo para la oposición el abstencionismo y la abstracción del juego electoral?
La retirada de la contienda electoral de los partidos antigubernamentales puede venir aparejada de formas temerarias de aventurerismo político favorables a intervenciones militares extranjeras e insurrecciones populares internas que, lejos de zanjar diferencias políticas, profundizan la crisis y el deterioro institucional y social.
Lo que ha quedado claro es que en Venezuela cada vez es más irreal la llamada independencia de poderes y el Estado de derecho, lo que genera que cualquier proceso electoral sea dudoso y carezca de legitimidad. Esto tiene implicaciones muy importantes, pues es en la decisión del sufragio donde la ciudadanía construye un sistema de representación política. Solamente en un país donde la ciudadanía y el gobierno establecen canales de diálogo y consensos, las elecciones se desarrollan de manera justa y libre. Claramente, Venezuela carece de estos elementos básicos, haciendo favorable el amedrentamiento de libertades, el predominio del autoritarismo y el secuestro de derechos fundamentales.