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Son muchos los analistas, los intelectuales, los “populistólogos” liberales que nunca lograrán entender por qué millones de venezolanos están haciendo fila, día y noche, durmiendo a la intemperie, esperando su turno para poder despedirse apenas un instante, con un saludo militar o un puño en alto, de su Comandante.
No lo entienden porque su análisis del chavismo siempre se basó en la crítica del mesianismo y cesarismo, entre otros “ismos”. Todo encuentra su explicación en la manipulación demagógica del caudillo y, por ende, en la ignorancia e ingenuidad del pueblo. Desde aquel pedestal elitista no se logra discernir lo que significa pertenecer de repente a la nación, cuando se ha sido históricamente excluido de ella; no se entiende lo que esa “vulgar” Patria (que algunos postmodernos ya quisieran ver superada) significa para sus hijos cuando éstos son invitados a volver a participar de su proyecto.
Se olvidan a menudo que aquella estética nacional-popular, con sus ribetes militares, hoy dotada de mucha religiosidad, responde al mismo fenómeno nacionalista que cohesionó a tantas comunidades imaginadas en tantos lugares del mundo. Chávez, en ese sentido, fue el hombre del retorno del Estado-nación moderno; el hombre que abrió la puerta, en América Latina, a los diversos procesos post-neoliberales; y el revolucionario que inauguró una ola de procesos constituyentes que reconfiguraron los contratos sociales de Venezuela, Bolivia y Ecuador, poniendo fin a décadas de Consenso de Washington y enterrando, con pala, al proyecto del ALCA. Fue Chávez quién entendió la importancia de la democracia directa y plebiscitaria para realizar los grandes cambios siempre de la mano del pueblo; complicando, además, los esfuerzos opositores para desdibujarlos como autoritarios.
Fue sobre todo Chávez el líder más activo en buscar un cambio de equilibrio de poder a nivel global, en fortalecer la OPEP, en cuestionar los mecanismos de gobernanza neocolonial y en plantear la necesidad de consolidar ejes de integración latinoamericana. A Petrocaribe, una alianza económica con gobiernos variopintos, y al ALBA, una plataforma esencialmente política e ideológica, se sumaron las propuestas de integración de la UNASUR y de la CELAC, en cuyas construcciones Venezuela jugó un papel más que protagónico.
Venezuela enfrenta sin duda grandes retos. El socialismo bolivariano no está exento de contradicciones: corruptelas y clientelismos, grandes niveles de violencia urbana y esfuerzos demasiado tímidos para diversificar la matriz productiva. El Estado venezolano, asimismo, deberá dotarse de mayor racionalidad y superar ineficiencias rentistas crónicas durante la presidencia, cada vez más certera, de Nicolás Maduro.
A más de encarar estos desafíos, Venezuela, junto a sus vecinos latinoamericanos, debe seguir buscando la consecución de la igualdad entre los Estados y la justicia en el sistema-mundo, lo que significa, como proclaman los chavistas, que “la lucha sigue”; contra imperialismos, asimetrías e injerencias de todo tipo, y contra opresiones de clase, para conseguir nuestros derechos universales.
En ese proceso de lucha histórica, el disgusto de algunos no podrá evitar que Chávez sea canonizado, en la memoria y narrativa popular, como un nuevo Libertador. Lo vemos hoy mediante el luto del pueblo venezolano. Ha nacido un nuevo mito.