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Algunos columnistas de los diferentes periódicos que pertenecen a los conocidos grupos de poder nos piden abiertamente que no tengamos miedo en expresar nuestras opiniones, y por supuesto ponen como evidencia las declaraciones de los relatores especiales de la libertad de expresión de las Naciones Unidas, cuyos dictámenes en diferentes entornos son totalmente contradictorios e incongruentes.
Encuentro en una cita de León Roldós, exvicepresidente de la República y académico, un buen ejemplo de lo que sí deberían pedirnos: “¿Hay que callar? ¿Hay que tener miedo? Claro que no. Evidenciar temor –por silenciarse– es lo peor para un país. La preocupación debe ser sustentar las informaciones y las opiniones. Debe demandarse transparencia. El miedo no puede pasar a ser mordaza. De uno equivocarse –es una posibilidad– sí hay que rectificar”.
Y esa es la realidad. Y debe cumplirse para todos. La libertad de expresión debe estar sustentada en la búsqueda de los hechos y datos que respalden las aseveraciones. Quienes hacemos periodismo, de una u otra manera, somos elementos influyentes en la toma de decisiones de nuestra audiencia. Es por eso que nuestra opinión debe ser objetiva, cuando no imparcial.
Y claro, el debate se origina en el instante que hablamos de los límites que debería tener la libertad de expresión. Después de la masacre de los editores de Charlie Hebdo, el mundo reconoció que, a pesar de que nos identificamos globalmente con los derechos a expresarse de esta revista y todos agitamos el puño diciendo “Je suis Charlie”, de hecho hay ciertos temas que imponen limitaciones a la libre expresión, como son los temas religiosos. El mismo papa Francisco, en su regreso de Filipinas, dijo: “No se puede provocar, no se puede insultar la fe de otras personas. No te puedes burlar de la fe”.
En su libro El miedo a la libertad, Erich Fromm analiza la situación del hombre en la moderna sociedad industrial y la paradójica noción de libertad y esclavitud que se produce cuando, al liberarse de los vínculos de la sociedad tradicional, cae preso de las nuevas trampas del consumismo y, sobre todo, de la estandarización cultural.
La sociedad ecuatoriana fue criada bajo principios y valores de respeto y prudencia. Valores que eran independientes de la pobreza y falta de educación. Los que nos criamos en el campo aprendimos normas básicas de convivencia que parecen ahora olvidadas. Aprendimos a saludar, a no insultar, a no decir malas palabras ni maldecir, a no mentir y, sobre todo, a no robar. Y es por eso que las más mínimas ofensas o faltas de respeto terminaban en una buena sesión de trompones donde más de uno aprendía su lección.
Parece que Fromm tiene razón, los principios fundamentales de nuestra sociedad tradicional han dado paso a una cultura de irrespeto que tiende a contagiar a todos como una epidemia viral. No podemos tener libertad de expresión para insultarnos mutuamente. No es justificable la agresión verbal y peor la física por ningún motivo. Y claro, es pecaminoso falsear la verdad, negar los hechos claros y ciertos, apelar a los sofismas para confundir a la gente. Ya no sabemos criticar sin denigrar. Nuestra sociedad tiene que cambiar de actitud para ser realmente libre y poder expresarse con transparencia. (O)