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El Telégrafo
Roberto Follari (*)

El imperio sin ley

02 de octubre de 2015 - 00:00

Gadafi fue asesinado ante las cámaras de TV por una turba enardecida. Bin Laden fue muerto en un operativo realizado sin conocimiento del Gobierno pakistaní, donde tal operativo fue perpetrado. Saddam Hussein fue muerto sin más. Estos actos fueron presentados como acciones de justicia, si bien fueron hechos al margen de la ley, sin apego a la más mínima noción de legitimidad democrática.

Los enemigos de EE.UU. son presentados como enemigos de la humanidad, y por ello se los puede matar sin problema. Y si bien quizá fueran criminales múltiples, eso no exime del juicio previo y -en todo caso- de la apelación a la proporcionada y reparatoria condena (todo lo severa que correspondiera). Para nada es eso lo que hoy ocurre: y todo el planeta ha comenzado a acostumbrarse al uso brutal de la violencia como si fuera un recurso admisible de parte de los organismos de seguridad.

El cine y la TV prepararon el terreno: cuántas veces hemos visto a policías presentados como honestos mascullando que “por culpa de esos burócratas de Washington no podemos acabar con los delincuentes”. Hay un sentido común establecido de esa manera, para que aceptemos la brutalidad como obvia.

Por supuesto, el ejercicio de la arbitrariedad permite luego apelar a esa violencia punitiva en casos menos evidentes: la situación de Assange (protegido por la embajada ecuatoriana en Londres, pero impedido de salir por el Gobierno británico), y la de Snowden en Rusia (refugiado por el Gobierno local) muestran que cada uno de ellos son candidatos a la muerte por revelar secretos de seguridad de la alianza occidental.

Ambos han podido sobrevivir en condiciones precarias, y dependiendo de la buena voluntad de algún gobierno que haya mostrado firmeza e independencia (como ha sido el de Correa para con Assange).

Es que actos de espionaje que, mostrando así que son masivos, se han personalizado en presidentas como Dilma Rousseff o Ángela Merkel, han patentizado excesos impensables, más allá del cuidado de cualquier garantía individual, o del respeto elemental de los derechos civiles.

Estados Unidos tiene, al menos en lo interno, una larga historia de lucha por derechos ciudadanos, y de predominante respeto por los mismos. No siempre los inmigrantes han sido considerados ciudadanos plenos, pero sin dudas hay, en la tradición liberal, un fuerte cuidado por las garantías individuales.

Ojalá algo de esa tradición vuelva a florecer en la máxima potencia mundial, pues muchos hechos actuales la contradicen. Obviamente, no es con candidatos como Trump que se puede avanzar en ese sentido. Y, por cierto, la reacción de los aliados europeos de Estados Unidos sería central: si no dejan de obrar como simples dependientes de las decisiones de Washington, seguirán siendo parte del desprestigio generalizado en que el orden capitalista avanzado va cayendo, por vía de la pérdida de sus niveles de legalidad y de legitimidad. (O)

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