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El Telégrafo
Sebastián Vallejo

El grafiti de Hebei

11 de septiembre de 2015 - 00:00

La resistencia popular viene de esa negación de la legitimidad del poder a través de acciones por aquellos que carecen de los recursos para acceder a la política institucionalizada. Son las historias de trabajadores y campesinos rechazando las pretensiones de las élites políticas y económicas; los esfuerzos de los pobres y débiles por afectar los planes de aquellos con más poder y estatus. Es, sin duda, parte de nuestra historia nacional, tanto en la acción como en los actores (y, en la historia más reciente, en la diversidad y amplitud de estos actores).

Y así como en el país, la resistencia popular en el mundo ha tenido sus matices, dentro de los parámetros de la contención fuera del plano institucional, cada uno desde esa inhabilidad o abierta negación por parte de las élites, de crear mecanismos legítimos de convivencia política. No siempre se puede. En la China rural, la resistencia popular es compleja, más aún en un país como China, donde los mecanismos de represión civil son, por decirlo de algún modo, efectivos. Pero eso no significa que no exista resistencia en la China rural. Es más, es una práctica común.

Es lo que Kevin O’Brien y Lianjiang Li denominaron como ‘resistencia legítima’: resistencia a manera de contención popular que opera en los límites de los canales autorizados. La resistencia legítima utiliza la retórica y los compromisos de los poderosos para frenar el ejercicio del poder y explotando las divisiones dentro del Estado. En particular, la resistencia legítima incluye el uso innovador de leyes, políticas y otros valores oficiales, para desafiar a las élites política y económicas. Resuelve, en parte, aquel problema de las ‘contradicciones del bloque contrahegemónico’, o cualquier otra excusa similar.

Consideren la siguiente historia: Pasaron cinco meses, pero todavía eran legibles los caracteres garabateados en una pared en el centro de Hebei, una aldea china: ‘Somos ciudadanos. Devuélvannos los derechos de ciudadanos. No somos fuerza de trabajo rural, menos aún esclavos. Los viejos líderes de la aldea deben confesar su corrupción’. Los líderes sabían quiénes hicieron el grafiti: alguno de los veinte resistentes legítimos que intentaron tumbar al secretario del Partido en la aldea por aceptar coimas. Se decía que los líderes tenían miedo de que limpiar la pared alimentara los reclamos y confirmara su culpa. Decidieron esperar estoicamente y continuar diciendo que los libros contables se quemaron en un incendio, con la idea de que las lluvias de verano se lleven las acusaciones. Mientras llegaban, las acusaciones no fueron refutadas, sino que permanecieron en la pared, para que todos las vean.

El impacto de las acusaciones vinieron de las promesas del Gobierno central: apertura financiera. Como ciudadanos, tenían el derecho de inspeccionar las cuentas de la aldea. Como ciudadanos tenían el derecho a no ser tratados como esclavos. Convirtieron a los oficialistas prisioneros de su retórica. Usaron el lenguaje oficial para oponerse al poder oficial. La posibilidad de perturbar la tan mentada ‘estabilidad social’ termina por obligar al régimen a prestar atención a las demandas ciudadanas. La resistencia escaló en el grado de confrontación que forzó al régimen a actuar. Fue gradual, sin duda, pero la resistencia legítima produjo un cambio de política.

La resistencia legítima, en China, es el primer paso. El inicio de una ‘revolución silenciosa’ que solo el tiempo dirá su resultado. Por el momento, queda ese grafiti en las paredes de Hebei. (O)

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