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La caída del presidente peruano Pedro Pablo Kuczynski no puede ser vista fuera de un contexto más amplio. El hasta días atrás gobernante de nuestro país vecino es solo una víctima más de un proceso galopante de “desnudamiento” del poder, a nivel global.
La lista de gobernantes (en ejercicio o no) que sucumben bajo los golpes de revelaciones indecorosas y delictivas no deja de alargarse con el paso de los días. Este fenómeno no parece reconocer fronteras ni continentes, ni orientaciones ideológicas, ni es privativo de países presuntamente de menor desarrollo.
Así, por ejemplo, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha visto convertida su administración en una gymkana de escándalos y de intrigas, cada una más turbia que la otra, y parece sobrevivir en el filo de la navaja.
El expresidente francés Nicolás Sarkozy es investigado por la sospecha de haber recibido cuantiosas donaciones ilegales de parte del exlíder libio Muamar Gadafi (que el propio Sarkozy contribuyó a derrocar más adelante), el expresidente brasileño Luis Ignacio da Silva lucha desesperadamente por no caer en prisión ante serias acusaciones de corrupción. Una expresidenta coreana ya se halla tras las rejas, y no sería inconcebible que otros exgobernantes la sigan en otros países.
Todo esto contribuye a la sensación que algo anda muy mal con los modernos sistemas políticos y con las democracias representativas.
La debacle ya no es resultado de enfrentamientos político-ideológicos o de violaciones de derechos de la población, o de conflictos de intereses, sino que -cada vez más- deriva del desvelamiento de la corrupción que parece aquejar de manera generalizada a los Estados.
En todo este drama, algunos autoritarismos al estilo del neozarismo ruso o del neoimperialismo chino parecerían estar saliendo adelante airosamente.
En el futuro podríamos vernos atenazados entre la demanda nihilista de que “se vayan todos” o la tentación nostálgica de un orden garantizado por autoritarismos centralizados. (O)