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Mauricio Maldonado

El abuelo ha muerto

04 de febrero de 2022

Dentro de pocos días se cumplirá un año de la muerte de mi abuelo. Como muchos en estos tiempos convulsos, murió a causa del virus del Covid-19. Mi abuelo era un hombre anciano, varias veces había dicho que su ciclo vital había culminado, incluso que se le había pasado la mano. Lo que en realidad quería, como lo dijo varias veces, era estar enterrado al lado de mi abuela, que se le había adelantado por mucho, unos veinte años. No hace falta decir que, quizás por cierto egoísmo o incomprensión, los demás miembros de su familia aspirábamos a que siguiese con nosotros mucho más tiempo. Era el centro permanente de nuestra familia y se nos hacía difícil pensar en la vida sin él.

 

La muerte, no hay dudas, es otro de los aspectos de la vida; de hecho, un aspecto menos azaroso que la vida en sí. Como dice Philip Roth en ese libro maravilloso que es “Patrimony”, los muertos del cementerio están allí por un accidente del todo improbable: haber vivido alguna vez. En efecto, tantos factores aleatorios deben darse –y deben haberse dado también hace mucho tiempo– para que todo se configure a efectos de que una persona determinada exista alguna vez. Las complejas leyes de la causalidad –y del azar, que es otra forma de decir que desconocemos algunas de las razones precisas de los hechos mundo– podrían haber determinado nuestra existencia por un evento lejanísimo: un hombre que ha cruzado una montaña y se ha asentado en un pueblo en el que ha conocido a una mujer hace muchos siglos, la caída de un imperio o el devenir de una guerra, la conquista de un territorio o el día preciso de un encuentro. Así mirado, la vida de una persona particular es un hecho muy improbable, aunque su muerte sea un hecho indefectible.

 

Así esperaba mi abuelo que llegue la irrebatible hora de la hora, para ir a descansar junto a mi abuela. Los demás, como he dicho ya, esperábamos que aún se tomase su tiempo. Disfrutábamos muchísimo de su compañía y lo amábamos –lo seguimos haciendo– tanto como lo admirábamos. Para mí, en particular, fue casi como un padre. Nunca me he sentido tan cercano a alguien como me sentía con él. “Cercano” en cuanto al amor que nos teníamos, porque también he de confesar que en otras esferas me sentía lejos de él. Desde siempre fue un hombre sabio, ponderado, completamente circunspecto. Yo, en cambio, con frecuencia he pensado en mí como alguien impulsivo, mundano. Y eso que en varios aspectos me he pasado la vida tratando de parecérmele. En la dedicatoria de mi primer libro digo esto justamente: “Para Juan Muñoz Vargas, a quien, aun hoy, trato de parecerme”. Él lo recordaba siempre con una sonrisa: “¿Recuerdas cuando le decías a tu mamá ‘yo quiero ser como mi abuelo’?”, me decía a menudo, como si fuese posible que yo lo olvidase. Esa tarea (parecérmele de verdad) es, ahora lo sé, algo que quizás esté fuera de mi alcance. Aprendí, como si no fuese una obviedad –pero a veces las obviedades son difíciles de comprender–, que no hay título o educación que pueda imitar a esa especie de sabiduría natural que hay en algunas personas. Mi abuelo había terminado la escuela y quizás algún curso en el colegio, pero nada más. Y, sin embargo, creo haber conocido muy pocas personas así de modosas, llenas de templanza y sabias en su proceder.

 

Mi abuelo nació y creció en la provincia de Bolívar, entre el campo, la vida de pueblo y de plaza. Su padre había muerto cuando él apenas tenía 16 años. Había salido a trabajar en su pequeña finca como todos los días, salvo que aquel no volvió. Una serpiente lo había mordido. Pronto mi abuelo, como su madre y sus hermanos y hermanas, tuvieron que buscar oficios diversos para mantenerse: para él, ejercer el oficio de agricultor, pero también de trapichero. Un cupo para entregar “trago” (el llamado “puro” proveniente de la destilación de la caña) al Departamento de Estancos y otro tanto que podía vender en los pueblos aledaños, dieron forma a sus primeros pasos como un hombre independiente. A sus 28 años se casó con mi abuela, con quien tuvo ocho hijos, mi madre entre ellos. Unos años después decidieron migrar, como modestos colonos, hacia tierras algo más cálidas. En ese entonces, los precios de la tierra eran realmente bajos en un sector subtropical entre Los Ríos y Cotopaxi. Pero para asentarse allí había que estar dispuesto a vivir casi aislados, lejos de la propia tierra y en un lugar en el que todo era nuevo. Abandonar las caras conocidas para encontrarse con nuevas gentes, nuevos rostros, algunos con expresión amenazante y con lenguas afiladas. Había que desmontar un terreno que luego se mostraría fértil, trabajar sin descanso para luego volver a casa: una de las dos o tres primeras casas que se levantaron en el pueblo. Pronto las habilidades de mi abuelo se revelarían. De a poco, pero con constancia y algo de suerte, empezó a amasar una modesta y pequeña fortuna. Con la hacienda que logró conformar y acrecer en ese su nuevo pueblo decidió llevar a sus hijos a la ciudad de Quito, en donde construyó un pequeño edificio en el sur, entre Chimbacalle y la Villaflora. La tierra y el edificio fueron los bienes materiales que heredó a sus hijos, pero también –y, ante todo– su amor por el trabajo y por la familia. Mi madre, con su apoyo, montó una clínica dental en el edificio del abuelo. Con ello educó a sus hijos. La clínica existe aún. La tierra sigue dando frutos. Algunos de mis tíos han seguido el legado del abuelo en el campo. Mi abuelo ahora descansa junto a mi abuela. Mis últimas palabras, dichas por teléfono, expresaban el amor que le tengo: “nos veremos cuando se recupere, le quiero mucho” (al abuelo, por costumbre, se lo trataba de usted). Era la época en la que la mayoría esperaba su turno para vacunarse, mientras que otros (los “vacunados vip”) se servían de su viveza. De la muerte del abuelo, después de un año, duele en especial la soledad de la muerte de los fallecidos con Covid, la distancia implacable entre el muerto y los que le han sobrevivido a causa de esta enfermedad terrible. El dolor, lo sé bien, lo conocieron muchos. Y, como decía Camus, en un mundo en el que el dolor es tan frecuentemente solitario, un evento de este tipo lo convierte en algo compartido y, en ese sentido, seguramente más soportable.

 

Veo ante mí una foto del abuelo, la piel cobriza, los ojos azules, la nariz algo grande. Pienso que se puede decir que fue un hombre bien parecido. A su lado está mi abuela, viéndolo con ojos de amor, un amor del que puedo dar testimonio y que siempre admiré. Uno no es de un lugar hasta que allí yacen sus muertos, decía algún poeta. Yo me siento parte, en ese sentido, del azar de la vida de los abuelos, del haber vivido alguna vez, pero también de la tierra que cultivaron y de la ciudad que luego me dieron, del país remoto que encontraron algunos de los antepasados del abuelo cuando decidieron migrar y que yo llamo “casa” porque aquí está él junto a mi abuela. El dolor de su partida se ha vuelto tenue. Por ello, al escribir esto pienso en los versos que escribió Primo Levi sobre Plinio ‘el Viejo’ cuando se enfrentó al Vesubio: “no debéis temer a la ceniza: / ceniza sobre ceniza / también nosotros somos ceniza”.

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