Una de las trampas que caracteriza la vida política es considerar que, para huir de los grandes males, el atajo es la opción. Para evitar que nos gobierne el peor de los dos finalistas de las elecciones, votamos por el “menos malo”. En varias ocasiones, se ha atropellado procedimientos, con tal de alcanzar el “bien superior”. Destituir diputados, sacar a funcionarios antes de que concluyan el período para el que fueron designados, tumbar presidentes dándole al golpe un ribete jurídico: lo haremos una y otra vez para zafar de los incompetentes, traidores, corruptos, y poner en su lugar a los eficientes y pulcros. Crear y demoler instituciones.
Cuando los engranajes institucionales no funcionan, se echa mano de otro recurso que no necesariamente robustece la democracia: el voto afirmativo de la mayoría de ecuatorianos en la reciente consulta permitirá echar fuera a los cuestionados. Así, se otorga poder a las mayorías, pero se debilita la sujeción racional ante la ley. Tienen razón los organismos internacionales en derechos humanos al señalar que “se estaría utilizando mecanismos de participación popular para evadir los procedimientos de destitución de funcionarios en el propio marco normativo interno”.
El Consejo de Participación Ciudadana y Control Social fue un invento constitucional de Montecristi y, aunque se temía otorgarle superpoderes, se los dieron. Diez años después, nuestros gobernantes -coautores de la Constitución- descubren lo nefasto del CPCCS, y lo echarán. Razón tiene la CIDH en preocuparse por los poderes que se le otorgarán al Consejo transitorio, como la capacidad de destituir a las más altas autoridades de los poderes del Estado.
Para que el juzgamiento no se concentre en los individuos, debemos diseñar instituciones no autoritarias, desconfiar razonablemente de los poderosos y las revoluciones de turno, y no perder nuestra capacidad de análisis, aunque choque con lo oportuno y lo necesario. (O)
