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Fue en 1999 cuando nos sorprendimos con el hasta aquel entonces peor tiroteo ocurrido en un recinto escolar en Estados Unidos: el instituto Columbine, situado en Littleton, cerca de Denver, en el estado de Colorado. Como señala muy bien el documental de Michael Moore, Bowling for Columbine, aquel día la OTAN había atacado la región de Sarajevo con el peor bombardeo de la guerra de los Balcanes, bombardeo que, a pesar de los esfuerzos por afectar lo menos posible a la población civil, al decir del presidente Bill Clinton, había tenido, entre otros, como blancos a un hospital y a una escuela. Unas pocas horas después, dos jóvenes estudiantes de Columbine irrumpieron en su colegio con todo tipo de armas y protagonizaron un ataque que llenó de horror al mundo entero y que terminó con la vida de quince personas, entre ellos los perturbados jóvenes que lo planearon.
Hace pocos días fuimos de nuevo dolorosamente sorprendidos por el que sería el tiroteo 173 en lo que va del año en Estados Unidos: un hombre, también joven, aunque no tanto como los adolescentes de Littleton, irrumpió en el bar GLBTI Pulse, de Orlando, asesinó a tiros a cuarenta y nueve personas e hirió a otras cincuenta y tres. Es impresionante y doloroso constatar que en los primeros 163 días de este año el gran país del norte ya se ha visto estremecido por más de un tiroteo diario. La opinión pública intenta explicar el fenómeno a partir de abundantes argumentos que en seguida se ven refutados por otras evidencias que vienen de otras latitudes: la desarticulación familiar, los videojuegos violentos, la agresividad en general dentro de los medios, el mismo karma de la guerra y un largo etcétera que no alcanza a facilitar una comprensión adecuada de tan estremecedores sucesos.
Obviamente, algo está mal, muy mal, en un país en donde sus propios ciudadanos no esgrimen ningún motivo válido para arremeter a tiros contra sus propios compatriotas y congéneres. Ya se dijo que algo estaba mal, muy mal, en un país en donde con frecuencia los delincuentes son menores de edad, y a veces tan menores como aquel niño de seis años que mató a una compañerita de su aula disparándole al grito de “¡No me agradas!”. Y si solamente se limitara a eso, sería ya bastante tragedia.
Pero ocurre que, además, ese enorme país, en donde nacieron cosas tan maravillosas como el jazz, con un arte inagotable que produce películas, canciones y libros inigualables, y con una gente en su mayoría sencilla y de corazón generoso… ese país, decimos, tiene un gobierno que es supuestamente la policía del mundo. Tiene unos estamentos que cada vez que hay un tiroteo sangriento y criminal se aterrorizan porque piensan que les van a impedir tener y utilizar armas de fuego. Tiene un ejército convencido de que su potestad es entrar a cualquier lugar del mundo por la sola imposición de una fuerza bélica superior… Y sin embargo no puede con su propia guerra interna y demencial: aquella que en lo que va de este año ya ha cobrado cientos de vidas y que no da señales de querer terminarse porque ni siquiera hay a quién proponerle un tratado de paz para firmar. Aquella que nos hace pensar, sinceramente, que Estados Unidos es un país, en mucho, digno de mejor suerte y de una vida más pacífica y feliz para los suyos… y también para el resto del mundo. (O)