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El Telégrafo
Lucrecia Maldonado

De la incomodidad como negocio

27 de julio de 2016

En esta semana he ido por dos veces a un nuevo restaurante en el centro comercial cercano a la casa. Lo primero que me llamó la atención fue la pantalla gigante que ocupa una de las paredes principales del local. Estaba en un canal de deportes, y realmente había que verla, no se podía evitar. Pero lo que se veía era un señor canoso con leva azul y corbata del mismo color que movía los labios tal vez en inglés, o tal vez en castellano, no había manera de saberlo porque el audio presente en el lugar no era el de aquella pantalla en donde ese señor canoso conversaba con otro de algo… seguro un deporte, que una no podía saber si le interesa o no porque era imposible escuchar la conversación.

¿Y por qué era imposible escuchar la conversación? Pues porque al mismo tiempo, en el mismo restaurante, sonaba a altísimo volumen una música. Entre el brillo de la pantalla ultra-mega-hipergigante y el estruendo de la música, y después de ordenar a gritos nuestros pedidos, lo único que una podía hacer era comer calladita. Conversar con los compañeros de mesa era una verdadera proeza. Llamar a una persona para que nos atendiera en algo resultaba una tarea titánica. Recordé aquel restaurante, al que nunca he ido, en donde te hacían probar cómo era aquello de comer sin ver nada, como un experimento social o una llamada de atención acerca de las personas no videntes. Pues acá se podía probar exactamente lo que significaba la experiencia en un restaurante donde no se oye nada, solo que es a causa de la bulla.

Pero no acaba ahí la cosa. Cuando se lo comento a un amigo más joven que yo, él me cuenta que tal vez sea una ‘estrategia de marketing’, pues, ya que no se puede conversar, después de comer no queda más que pagar la cuenta y salir a buscar un lugar menos ruidoso para cualquier cosa que requiera un mínimo de diálogo, con lo cual el sitio vacío es rápidamente ocupado por otros comensales. También me cuenta algo así como una leyenda urbana: las sillas de ciertos establecimientos de comida rápida -me dice- están hechas de manera que la gente no se sienta cómoda. Así comerá más rápido, se irá lo más pronto posible y será más sencillo que otra persona y otra familia ocupen esos lugares.

La pregunta que cabe es: ¿de qué se trata? Hubo un tiempo en donde las declaraciones amorosas, las confidencias de amigas, las largas conversaciones con un pretendiente se hacían en un restaurante, con música bajita de fondo, sin pantalla de cinco por tres, en voz suave… Se podía comer lentamente, disfrutar de un buen momento, los niños no irrumpían a llorar de la nada, hartos y fastidiados por el ruido. Nadie se sentía intimidado por la cara de dos metros de alto que mueve los labios y a la que no se le puede escuchar porque la música ambiental es un instrumento de tortura (además porque no es precisamente la mejor música). El lema parece ser: venga, coma, sufra y por lo mismo pague y váyase lo más pronto posible para que detrás de usted venga más gente, y más, y más, y todos se vayan cabezones y con dolor de cabeza, pero bien comidos y bien gastados.

Qué cosas tiene el sistema, ¿no? (O)

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