Recuerdo mi primera Navidad iluminada por esa neblina dorada que suele envolver las memorias de la infancia.
Un pesebre provenzal de cerámica esmaltada, un árbol con ramas de papel plateado y bombillos de cristal, frágiles como un sueño interrumpido… La misa de gallo en la cercana iglesia de El Belén, villancicos criollos y españoles aprendidos, como todo a esa edad, de la boca sabia y confiable de papá y mamá…
Y los olores: musgo fresco en el nacimiento, vino hervido con canela en la cocina de leña, incienso y aroma fresco a sereno a la salida de la iglesia…
A la mañana siguiente, un caballo de madera, con cascabeles en las ruedas, que galopará desbocado en la llanura de duela recién encerada. Y una bolsa de golosinas… ¡La felicidad se conseguía con tan poco!
Los años pasan, cada vez más raudos, nuestros padres se han ido, la fresca ingenuidad de la niñez muestra ya las mismas arrugas que el rostro y ha dado paso al escepticismo adulto, a menudo amargo; la ilusión de la llegada del Niño Dios ha cedido el lugar al hastío de una temporada frenética en la que fe, esperanza, alegría y amor no constan en la lista de compras.
Y, sin embargo, esos recuerdos, esos perfumes atesorados en un rincón del corazón son rescoldos aún tibios de un sentimiento que simplemente espera una leve brisa que avive su fuego.
Al ver crecer día a día el vientre de mi hija con la nueva vida de su “delfín interior”, mi madura seriedad ha recibido el soplo de un céfiro insospechado y, de pronto, la Navidad ha cobrado un nuevo sentido…
La vida transcurre en ciclos y nunca termina, la misma mirada deslumbrada ante el pesebre iluminado de aquel niño que una vez fui, brillará mañana en los ojos de mi nieto.
De eso se trata la Navidad, de ese amor que nació en Belén hace más de dos mil años y que fluye entre los hombres y mujeres de buena voluntad, de padres a hijos y a los hijos de sus hijos, revivido por un recuerdo, por un aroma de infancia… (O) et