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El Telégrafo
Antonio Quezada Pavón

Cómo no manejar una empresa

15 de enero de 2015

“No es por la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero que tenemos nuestra cena, sino por su interés que tienen en ganar”, son las célebres palabras de Adam Smith para describir la belleza del mercado que subyuga la energía de individuos egoístas que piensan solo en sí mismos (y tal vez en sus familias) para producir la armonía social. En consecuencia, el comunismo falló al negar este instinto humano y tratar de manejar la economía asumiendo que todos eran desinteresados o por lo menos altruistas.

Sin embargo, el egoísmo y el interés propio son un peligro para los seres humanos. No es solo lo que nos mueve, sino que más aún: es nuestro principal motivador. Si el mundo estuviera lleno de egoístas, llegaríamos a una situación en la que gastaríamos la mayor parte de nuestro tiempo trampeando, o tratando de agarrar a los tramposos y, eventualmente, castigándolos.

En la década del noventa, cuando se hizo tangible el llamado “Milagro de crecimiento de Asia Oriental”, surgió un debate sobre si la intervención de los gobiernos había tenido un rol positivo yéndose en contra de las señales del mercado al proteger y subsidiar industrias tales como de automóviles y electrónicos. En el lado opuesto estaban los del Banco Mundial, que argüían que la intervención de los gobiernos había sido un espectáculo irrelevante que había dañado los esfuerzos de crecimiento sostenido. Y en el supuesto caso de que dicho intervencionismo gubernamental hubiera tenido algún efecto positivo, eso no significaba que las políticas generadas por los gobiernos de Asia Oriental podrían ser recomendadas para otros lugares.

Razonaban que al final los burócratas que dictan las políticas en estos gobiernos intervencionistas son como todos los demás, personas egoístas, más interesadas en incrementar su propio poder y prestigio que en velar por el bienestar nacional. Más aún, varios economistas de las dos tendencias aceptaban que estos países poseían burócratas excepcionalmente capaces y desinteresados que aportaron al éxito en el crecimiento.

Felizmente, en el mundo real, que ahora es tan complejo y burocratizado, tanto para los gobiernos como para las empresas, nadie, por muy preparado que esté, puede llegar a comprender ni la mitad de lo que ocurre. Miremos, por ejemplo, la industria hidroeléctrica, es posible que los especialistas en ingeniería en electricidad entiendan mucho de los detalles de una central de generación hidroeléctrica. Pero, ¿qué tal cuando encaramos cinco grandes proyectos al mismo tiempo? ¿Cuál es la comprensión de estos proyectos para un contador o un financiero gubernamental? Si ni siquiera hemos podido comprender el uso y cambio hacia las cocinas de inducción.

Pero a pesar de esto, nuestras empresas y gobiernos siguen aprobando propuestas y proyectos elaborados por sus empleados, porque consideramos que nuestros empleados, así como nuestros burócratas, trabajan por el bien de la empresa y del país. Si asumiéramos que cada uno está promoviendo su propio interés y cuestionáramos sus motivaciones todo el tiempo, no podríamos avanzar, pues nunca podríamos aprobar proyectos que realmente no entendemos. Nadie puede manejar una gran organización burocrática asumiendo que todos son egoístas. De hecho, en el mundo real, el interés propio no es el único motivador que cuenta.

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