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En los últimos meses, las autoridades ecuatorianas han insistido en mostrar indicadores macroeconómicos positivos como evidencia de una supuesta recuperación. El Banco Central del Ecuador (BCE) reporta un crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB), una reducción en los niveles de pobreza por ingresos y una relativa estabilidad en los indicadores fiscales. Sin embargo, estas cifras, por sí solas, no bastan para sostener un relato optimista cuando la realidad del país —en las calles, en los barrios, en las fronteras y en las oficinas de empleo— cuenta una historia muy distinta.
Según el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC), la tasa de desempleo alcanzó el 4,7% en junio de 2024, pero la cifra que realmente revela la precariedad del entorno laboral es la del empleo adecuado, que apenas roza el 34%. Esto significa que más del 60% de la población económicamente activa está subempleada, tiene un empleo no pleno o se encuentra en condiciones informales. En otras palabras, millones de ecuatorianos sobreviven con ingresos insuficientes, sin seguridad social y sin estabilidad, aunque oficialmente no figuren como desempleados.
Al mismo tiempo, las cifras del BCE afirman que la pobreza por ingresos bajó del 25,2% en junio de 2023 al 23,6% un año después. ¿Cómo puede reducirse la pobreza mientras aumenta el desempleo y se precariza el trabajo? La respuesta que subyace está en la manera en que se mide la pobreza: basta que un hogar supere un umbral mínimo de ingresos mensuales para salir estadísticamente de esa condición, aunque esos ingresos no sean sostenibles ni suficientes para cubrir una vida digna.
El discurso gubernamental, que celebra estos datos como avances estructurales, omite una realidad visible: la inseguridad que no da tregua, las familias migrando, las filas de cientos de personas en ferias laborales, los jóvenes sin oportunidades, y un tejido social profundamente debilitado. Mientras la élite tecnocrática se aferra a los gráficos y las proyecciones, la ciudadanía experimenta a diario el desfase entre las cifras y la vida real.
Este fenómeno no es exclusivo del Ecuador. Como han advertido economistas internacionales como Ha-Joon Chang y Thomas Piketty, existe un contraste creciente entre las narrativas oficiales de bonanza económica y la desigualdad que estas mismas políticas perpetúan. Cuando los gobiernos se concentran exclusivamente en los indicadores macro sin considerar el bienestar integral de las personas, se produce una desconexión peligrosa entre el Estado y la sociedad.
La economía no puede medirse solo en puntos porcentuales de crecimiento. La legitimidad de las instituciones también depende de su capacidad de generar bienestar tangible, empleo digno, seguridad y esperanza. Como advirtió Amartya Sen, desarrollo no es solo el aumento del ingreso, sino la expansión de las libertades reales de los individuos. Bajo esa óptica, el Ecuador está lejos de ser un país que progresa.
Es necesario que el debate económico trascienda el triunfalismo tecnocrático y se enfoque en la vida cotidiana de los ciudadanos. ¿De qué sirve un crecimiento del PIB si no mejora la calidad de vida? ¿Qué sentido tiene celebrar una reducción de la pobreza si las familias deben migrar para subsistir? ¿Cómo hablar de estabilidad cuando la juventud pierde la fe en su país? La realidad exige políticas públicas que estén a la altura del momento histórico: inversión en empleo juvenil, combate efectivo a la informalidad, fortalecimiento de los sistemas de salud y educación, y un enfoque integral de seguridad que incluya lo económico, lo social y lo territorial. La ciudadanía no necesita discursos maquillados, sino un compromiso auténtico con la justicia económica y social. Porque mientras una parte del país se aferra al Excel, la otra lucha por no caer en la desesperanza.
No obstante, hay algo que no se puede medir pero que persiste: la dignidad de un pueblo que no se rinde. En medio del desencanto y la desigualdad, el Ecuador mantiene una reserva moral y humana capaz de transformar el presente. Lo urgente es escucharla, interpretarla y actuar con coherencia. Porque de las grietas de esta crisis, puede —y debe— brotar una esperanza colectiva que no sea solo retórica, sino proyecto de país.