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El Telégrafo
Rodolfo Bueno

Ciencia y brujería

07 de junio de 2016

Eduardo se levantó por la mañana con un fuerte dolor en la rodilla, por la tarde casi no podía caminar. Averigua que averigua fue a parar donde uno de los más afamados terapeutas de la capital. “Soy especialista en la pierna izquierda, vaya al consultorio de a lado para que lo vea mi colega”, le aconsejó. El médico vecino le ordenó numerosos remedios, exámenes generales, ejercicios especializados, ponerse bolsas de hielo tres veces al día, resonancia magnética, usar muletas y algo casi imposible, bajar de peso. Una experta enfermera le dio lecciones para andar con muletas.

Tres veces por semana iba a la clínica donde le ponían ropa para enfermo, le daban masajes por todo el cuerpo, que él soportaba con estoicismo, pero las cosas no mejoraban. El Dr. le dijo: “Vamos a tener una junta médica”. Él aceptaba todo con tal de verse libre de muletas. “¿Tuvo alguna caída?”, le interrogaron. “No recuerdo caída alguna”, contestó. “¿Tal vez tiempo atrás?”, volvieron a preguntarle. Pensó  antes de responder: “Cuando era niño me caí por perseguir a un gato”. Los médicos no le creyeron. “Debe haberse caído hace poco, recuerde bien”. No, no recordaba nada. Así, junto con miles de dólares, se fue el año sin visos de componte.

Viajó a Guayaquil de vacaciones. “¿Por qué andas con muletas?”, le preguntó su hermano Octavio. “Sin ellas no podría caminar”, contestó con desgano. Fueron de paseo a El Milagro, de donde era Octavio. “¿Te acuerdas de Ciro Salinas?”, le preguntó. “No”, contestó parcamente. “No pierdes nada con probar”, le sugirió. “Niño Octavio, ¿cómo está?”, le saludó don Ciro. “Vengo con mi hermano. A ver si puede ayudarle”, dijo a manera de respuesta. “Acuéstese aquí”, indicó don Ciro y señaló un petate roído y sucio.

El cuchitril donde se hallaban daba resquemor de por sí y el petate completaba un panorama para nada apetecible. Intentando ocultar el desaseo reinante, don Ciro ordenó a su hija tender una sabana sobre el petate. Pero la cobertura de ninguna manera compuso la suciedad del medio pues, además de estar llena de retazos, su última limpieza era de antaño. Eduardo arremangó el pantalón lo más que pudo y de mala gana se echó sobre el improvisado lecho.

Don Ciro le tomó del dedo gordo del pie, luego acarició la atrofiada pierna y le habló con ternura, como para entrar en confianza. “Me irá a sobar”, pensó Eduardo. Cuando menos lo esperaba, don Ciro azotó la pierna como si se tratara de un látigo. Sintió que el diablo junto con las once mil vírgenes de la leyenda alemana bailaron una danza infernal en su cerebro. Quiso llorar, pero el dolor le represó las lágrimas. Minutos después se sintió aliviado, como si le hubiera nacido una pierna nueva. Se levantó y pudo caminar otra vez, le parecía que nunca estuvo enfermo. “¿Cuánto le debo?”, preguntó emocionado. “Diez dólares”, contestó don Ciro. Le entregó un billete de a veinte y no quiso coger el vuelto por más que el curandero insistiera.

Le hubiera gustado presentarlo a la comunidad científica del país; pero fue inútil, don Ciro se llevó consigo sus secretos a la tumba. (O)

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