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Ahora todos somos París. Con convicción, con ingenuidad, con arribismo, con sinceridad, con inercia, hay un montón de banderas con el tricolor francés en redes sociales, algunos edificios y monumentos también fueron iluminados el viernes en la noche después del atentado con los colores de la bandera francesa.
Es obvio que la tragedia de París conmueve e indigna a la comunidad internacional. Y no podría ser de otra manera. El hecho es en sí horripilante, criminal y horrendo. Sin embargo, lo es un poco más gracias a la cobertura mediática que se le proporciona –a ese sí– ante otros igual de horrendos y criminales que ya forman parte de nuestra cotidianidad.
Si solo fuera por solidaridad, por ejemplo, ¿por qué la red no está inundada de banderas mexicanas? ¿Por qué no está repleta la nube, el Dropbox y similares de banderas palestinas, sirias, iraquíes, etc., etc., etc…? Como se dice por ahí, ¿acaso los inocentes muertos occidentales valen más o duelen más que los de otras regiones de este planeta?
El ser humano es el único animal que mata sin una necesidad real, que mata a mansalva a individuos de su propia especie, que antes los tortura haciendo gala de un perverso arte de precisión y crueldad inimaginables desde una elemental ética de convivencia. Toda muerte perpetrada desde la maldad debería doler, indignar, lastimar y rebelarnos.
Pero, igual que en todo, unos muertos provocan reacciones de apasionada solidaridad, y otros la más paladina indiferencia. Unos muertos tienen una impresionante cobertura mediática y a otros ya estamos acostumbrados. O al menos eso parece. Tras los atentados, el Gobierno francés ordena un masivo bombardeo a la considerada ‘capital’ del Estado Islámico. Y tampoco se podía esperar menos. El acto es igual de terrible, con la excusa del castigo y la represalia.
En otras latitudes el horror alcanza dimensiones descomunales cuando se lanzan bombas sobre población civil, sin tomar en cuenta que en aquellos perímetros hay escuelas, hospitales, niños, familias, mujeres embarazadas, haciendo resonar aquellas palabras de una antigua canción del grupo español Mecano: “Yo no sé, ni quiero de las razones que dan derecho a matar. Deben ser la hostia porque el que muere no vive más, no vive más”. (O)