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El Telégrafo
Mariana Velasco

Admirar es achicar el ego

05 de julio de 2022

Existen esos momentos especiales que cada uno de nosotros vivió alguna vez. El corazón de nuestro bebé o de nuestro nieto que vemos latir en la pantalla del ecógrafo; cuando el padre, en fase terminal, nos aprieta la mano y nos sonríe, o cuando vemos una puesta de sol un cálido día de verano. En esos momentos se achica el ego, al sentirnos unidos a algo grandioso y quedar casi sin respiración al sentir admiración, que los ingleses resumen con la palabra awe. Basta escuchar el ruido ambiental para concluir que el sentimiento y el valor de la admiración no es propia de nuestro tiempo. Los psicólogos investigan esta compleja emoción.

En los momentos que vive la patria, reconocer en el político guayaquileño Francisco Huerta Montalvo, a un ser humano de trayectoria intachable, es prestar reconocimiento a quien nos supera en valía, es asistir al triunfo incontestable del hombre común. Lo digo sobre todo en su sentido e intención moral, como un juicio de valor positivo expresado acerca de la calidad de  persona o su comportamiento.

Cómo demócrata, denunció la penetración del narcotráfico, los riesgos y peligros de caer en el autoritarismo, además de una desenfrenada corrupción.  A Huerta, guayaquileño, médico, masón y político de largo camino  público, le acompañó la ética. Desde sus trincheras, con claridad de pensamiento y pasión por el periodismo y las letras, luchó contra la violencia y defendió la paz. La patria, en Pancho Huerta, pierde a un ser íntegro de preclara honestidad y mente lúcida qué, en los avatares políticos, priorizó su consciencia antes que el ego o vanidad. Al extraordinario ser humano, los años le llenaron de sabiduría, mientras el reconocimiento a sus méritos y servicios prestados, lo sintió en vida.

Hoy, admirar se ha vuelto sospechoso, cuando no claramente reprobable y por ende una emoción que no conviene manifestar. Parecería qué sentir admiración y sostener la respiración ante un hecho, es un arma de doble filo: puede hacernos felices y ­reforzar nuestro vínculo con los demás pero también provocarnos miedo e inseguridad. Se trata de una emoción con contrastes.

Vengo aquí a predicar la urgencia de recuperar la admiración (mientras el paro nacional convocado por la Confederación de Nacionalidades Indígenas-Conaie-, puso patas arriba al Ecuador, nuestra delegación obtenía preseas doradas y de plata en la décimo novena edición de los Juegos Bolivarianos en Colombia) no sólo como pensamiento, sino hasta como una virtud; es decir, no ya solo como sintonía de la disposición favorable hacia los valores, sino como un valor fundamental del mismo. La admiración es instrumento y medida del progreso moral; somos lo que admiramos y tanto cuanto somos capaces de elogiar.

El admirar denota el reconocer y aprobar alguna excelencia; o sea, de una cualidad propia de una persona, de un acto o de una institución que se nos ofrece en grado sobresaliente. Es lo que nos atrae por su eminencia y superioridad y despierta por ello tanto nuestra elevada estima como la voluntad de hacerlo propio.

En el trabajo de Max Weber, los sociólogos están conscientes de que la desigualdad social tiene varias dimensiones. Hay que distinguir entre la jerarquía del dinero, que les da a algunas personas una porción desmedida de la riqueza de la sociedad, y la jerarquía del prestigio, que les otorga a otras un respeto especial y las hace objeto de admiración. Más aún, con cualquier política redistributiva concebible, los millonarios y nuevos ricos seguirían increíblemente ricos y no se vería afectada su capacidad de comprar todo lo que quisieran. Sin embargo, lo que el dinero no siempre puede comprar es la admiración.

Las leyendas deportivas, las estrellas pop, los “influencers” de las redes sociales y, aunque no lo crean, los ganadores del Nobel en general, tienen una buena situación financiera, pero sin duda su riqueza es desdeñable en comparación con las grandes fortunas que vemos en la actualidad. En cambio, si bien los millonarios infunden reverencia entre aquellos que dependen de su generosidad, que incluso puede rayar en servilismo, muy pocos son figuras conocidas por el público en general.

La élite tecnológica lo tenía todo. Sheryl Sandberg, de Facebook, por un tiempo fue un ícono feminista. Musk tiene millones de seguidores en Twitter, muchos de los cuales son seres humanos reales y no bots. Su problema es que ahora han perdido el brillo. Las redes sociales, que en cierta época se consideraban una fuerza en favor de la libertad, ahora se suponen portadoras de desinformación. El escritor Arturo Pérez-Reverte sentencia, ‘’las redes sociales están llenas de gente con ideología pero sin biblioteca’’.

En millones de ecuatorianos, es dable reconocer con agradecimiento sus atribuciones y propiedades notables, positivas y originales que impactan en nuestras vidas de manera desbordante; por desgracia, la mezquindad plutocrática y política no deben ser indiferentes. El dinero no compra admiración, pero sí adquiere poder político e impunidad. En nuestro país, lo vivimos a diario.

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