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“Hay en el hombre un deseo perpetuo, incesante, de poder, que no cesa más que con la muerte,” escribió en 1651 el pensador político inglés Tomás Hobbes, en su obra Leviatán, un tratado sobre la naturaleza humana y la organización política.
Hobbes encontraba que los mayores peligros de la vida social eran dos: de una parte, la anarquía y el desorden, que terminaban provocando la guerra civil, y de otra parte, el exceso de egoísmo y agresividad de algunos, que buscaban asegurarse y beneficiarse más allá de lo necesario, provocando así una latente hostilidad con los demás. Sostenía que en esa situación de inseguridad reinaban “las pasiones, la guerra, la pobreza, el miedo, la soledad, la miseria, la barbarie, la ignorancia y la crueldad”.
Estimaba que las pasiones humanas se manifestaban en forma de apetito o ansia y que el motor más profundo que movía a los hombres era su egoísmo, que nacía del temor de los seres humanos a la muerte y un afán de autoconservación y seguridad de la propia existencia. Pero hallaba que ese egoísmo, transmitido al plano social, se manifestaba externamente como un apetito de poder, de prestigio y de riqueza, que se volvía perpetuo e incesante.
Estas consideraciones llevaron a Hobbes a concluir que, siendo el ansia de poder la fuente de todos los males, lo único que podía impedir que la vida en sociedad fuese una guerra de todos contra todos, era la existencia de Leviatán, el poder absoluto del Estado, creado por un pacto social, mediante el cual los hombres renunciaban a una parte de sus derechos en beneficio colectivo.
A su vez, esa conclusión lo llevó a otra de igual importancia: que la finalidad primordial del Estado era garantizar la seguridad de todos los asociados, que él veía como un bien supremo que debía defenderse a toda costa, incluso imponiendo la paz mediante la fuerza, porque, como aseguraba Hobbes, los pactos sociales que no cuentan con la presencia de la fuerza no son más que palabras.
En fin, este pensador consideraba que, como resultado de esa fuerte presencia del Estado, todos iban a sentirse defendidos por la autoridad y a encontrar espacio para sus derechos, y que en la sociedad llegarían a reinar finalmente “la razón, la paz, la seguridad, las riquezas, la decencia, las ciencias…”.
Estas reflexiones parecen oportunas en esta hora en que la función, acción y presencia del Estado se hallan en el centro del debate político.
Por una parte, es evidente que en nuestras sociedades siguen latentes esos sentimientos y pasiones generados por el egoísmo natural de las gentes, que en algunas clases y personas se encuentra potenciado al máximo. Ese apetito de poder, de prestigio y de riqueza, que el filósofo describiera de modo tan preciso, explica en buena medida las acciones de grupos y personas de nuestro entorno.
Y de otra parte vemos cómo el demos, el pueblo, ha levantado con fuerza el poder del Estado, como una valla protectora contra la inseguridad creada por el egoísmo opresor de unos y la vocación anárquica de otros.