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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz

Gente decente

03 de julio de 2017 - 00:00

Leonor Antesa era una mujer mayor, bañada por los años de otros pero no de los suyos; pendiente de la vida ajena y ajena a la propia. Su existencia era un alegato de las buenas costumbres, del santuario del cuerpo, de la filantropía de la ropa vieja. Vivía en una ciudad del sur, cerca de la belleza urbana y más bien en un sector de casas discretas y gentecita higiénica.

Pedro Prado era el vecino de la tienda de enfrente. Sabía de todo y de todos hasta el milímetro. Cuando doña Leonor, por acaso, compraba frutas en su local, se producía un diálogo profundo y amplio sobre las virtudes de los habitantes del barrio; intercambiaban información, pequeños chismes y alguna ironía. Pero, más que nada, difundían sus valores de vecinos piadosos. De gente bien preocupada por el devenir del prójimo dentro de las normas que la sociedad había fundado para soportar el don de vivir. Las normas eran las normas, ellos no las reñían. Leonor, por ejemplo, casada con un militar retirado, creía en normas y jerarquías, además. Ninguna objeción a la verticalidad del orden y el sacrificio. Pedro, en cambio, creía a pie juntillas en las sagradas escrituras. Cuando tenía ocasión le leía a algún cliente —o a ella misma— un proverbio: “Fíate de Jehová de todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia. Reconócelo en todos tus caminos, y él enderezará tus veredas”. Ambos, a su manera, aprobaban la jerarquía de una entidad externa. La tradición, el recato, el hábito, en fin, la ley de un ser más fuerte, humano o divino. Se asumían siervos de un poder superior terrenal o celestial, y no se permitían hacer disquisiciones sobre ese poder ni los alcances de los humanos para elaborar una tabla de valores acorde a la época.

Había una chica muy joven en el barrio, se destacaba por la soltura de una moral propia. Su familia vivía en el futuro. Pero Leonor Antesa la miraba con sospecha, temor y vergüenza; porque sabía que Pedro, cuando la adolescente visitaba el negocio, le recitaba un cantar bíblico: “Cuán hermosos son tus pies en las sandalias, ¡oh hija de príncipe! Los contornos de tus muslos son como joyas (…) Tu ombligo como una taza redonda que no le falta bebida. Tu vientre como montón de trigo cercado de lirios. Tus dos pechos, como gemelos de gacela”. Era increíble que ella nunca se hubiera acercado al libro sagrado porque su marido, tan pío y tan déspota, lo leía día y noche, y hallaba metáforas y alegorías, radicales y hermosas, para la virtud y el pecado. No era posible leer, decía Leonor, algo que preveía la indulgencia y convertía a Dios en un ser débil. La Biblia era un libro maldito, se repetía.

Había ocurrido que hace pocos años Leonor y Pedro eran esposos. Un desliz ¿bíblico? de él había roto la unión pero no el vínculo eclesiástico. Ella lo castigó: irían a vivir lejos y volverían a ser, como antes, un modelo de gente decente: Leonor en su casa y Pedro en la tienda. A veces ella se arrepentía…

Un día de un sol sin tregua corrió a la tienda y le rogó, de golpe, una fineza a Pedro: “Pronto es Navidad, quiero una Biblia como regalo”. Él sonrío, había vencido; ella vibraba, estaba segura de que eran gente decente. (O) 

 

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