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El Telégrafo
Tatiana Hidrovo Quiñónez

El que sabemos...

03 de noviembre de 2016 - 00:00

Dicen que el que sabemos se murió de muerte biológica en 1883 después de toser quince meses consecutivos y ahogarse en una negra gripe, envuelta en cielos negros propios de la negrura invernal de Londres. Cuando lo fueron a dejar al lugar del para siempre, solo estuvieron poco más de nueve personas. Ahí quedó, triplemente encerrado, primero en un traje negro abotonado que se oponía a su barba blanca; luego en una caja de madera y después en un cuadrado de tierra sellado con la lápida, sobre la que después le colocaron su mismo rostro, ahora gris cemento. Dicen que ahí quedó, bien muerto, tal como lo esperaban muchos poderosos.

Antes de morir, el que sabemos anduvo de aquí para allá espiando a una naciente, moderna y poderosa clase social.  Cuando definió la imagen y el espíritu de esa clase social, anunció al mundo que la burguesía había concentrado la propiedad en manos de unos pocos, que demente buscaba acumular capital, y que loca por ganar más y más cada día, disminuía el salario de los trabajadores, creaba tecnología para sustituir la mano de obra, sometía el campo a la ciudad e imponía su modo de producción en el mundo, dando un “carácter cosmopolita a la producción y al consumo de todos los países”.

El que sabemos también dijo que, a través de la historia, la burguesía ha usado la fuerza o la seducción para conquistar el mundo y subordinar a los pueblos no burgueses de Oriente, obligando a todas las naciones a “civilizarse” y adoptar el modo capitalista de producción. Una de sus armas más poderosas es la “libertad burguesa de prensa”, por medio de la cual quiere enajenar y conquistar las mentes del mundo, para lograr que todos practiquen sus antivalores.

Antes de vivir para siempre, el que sí sabemos, dijo también que la burguesía destruye a las industrias nacionales para reemplazarlas por  nuevas industrias que desechen materias primas nativas y usen las traídas de lejanas regiones del mundo, para ampliar la esfera del mercado y obtener mayores ganancias. Gracias a la revolución burguesa “en lugar de las antiguas necesidades, satisfechas con productos nacionales, surgen necesidades nuevas” y se crea una “interdependencia universal de las naciones”, tanto material como intelectual. “Los bajos precios de sus mercancías constituyen la artillería pesada que derrumba todas las murallas de China…”.

Aquel hombre de barba blanca, que según algunos murió, también advirtió que la burguesía es capaz de reducir hasta las relaciones de amor y familia, a simples relaciones de dinero, en medio de las cuales la mujer es convertida en simple instrumento de producción.

El día de su muerte, en el que muerto resucitó en sus ideas, su amigo, Friedrich Engels dijo: “El 14 de marzo, a las tres menos cuarto de la tarde, dejó de pensar el más grande pensador de nuestros días. Apenas le dejamos dos minutos solo, y cuando volvimos, le encontramos dormido suavemente en su sillón, pero para siempre”.

Engels no vivió suficiente para saber que su amigo trascendería en  las categorías que definieron con gran claridad el carácter de la burguesía, a la que, según dijo, había que combatir, porque reproducía la gran contradicción que funciona como una soga al cuello, que quita el oxígeno a la sociedad. Clarividente, Karl Heinrich Marx vive en su ideología y teoría; como dice el dicho popular, “no está muerto, está de parranda”. (O)

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