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Carlos Calderón Chico forjó una biblioteca con cerca de 40 mil volúmenes

La gran mayoría de los libros de la biblioteca de Carlos Calderón pertenecen a  autores nacionales.
La gran mayoría de los libros de la biblioteca de Carlos Calderón pertenecen a autores nacionales.
Foto: Alfredo Piedrahíta / El Telégrafo
10 de octubre de 2016 - 00:00 - Redacción Cultura

Cuando Carlos Calderón Chico (1953-2013) era un escolar tomó, sin permiso, 400 sucres de su padre para comprar libros, producto de lo cual se ganó una fuerte reprimenda. Gracias a esa pasión por aquellos objetos, el historiador guayaquileño logró reunir, a lo largo de su vida, cerca de 40 mil volúmenes en su biblioteca particular, de toda índole, pero especialmente de autores nacionales.

Tanta era la cantidad y la calidad de estos textos, que la casa-biblioteca de Calderón (ubicada en las calles Aguirre y Tulcán) tenía libros amontonados hasta en el servicio higiénico y era sitio obligado de consulta para estudiantes, escritores, investigadores nacionales y extranjeros, quienes podían acceder a ellos sin pagar un centavo. Allí no solo encontraban libros, sino revistas, folletos, recortes de periódicos y otras rarezas conseguidas, incluso, a un alto precio.

Según Melvin Hoyos —su amigo personal— Calderón Chico podía llegar a privarse de comer con tal de comprarse un libro.

Al morir, el 4 de enero de 2013, luego de un coma diabético, sus hijos manifestaron que el deseo de su padre era crear una fundación que se hiciera cargo de ese reservorio cultural, pero, finalmente, este fue a parar a la Biblioteca Municipal.

Ahora, sus familiares, según lo declaró Ángelo Calderón —uno de sus hijos y quien dirige los Lunes Culturales en la Escuela Politécnica del Litoral— prefieren mantener en reserva las condiciones en que se dio este traspaso, porque “es un asunto familiar” del que ofrecieron hablar luego, sin precisar cuándo.

Quien sí se pronunció sobre el tema es Hoyos, quien ahora es director de la Biblioteca Municipal. Según el funcionario, al año siguiente de la muerte de Calderón, sus hijos le pidieron que hiciera una cotización de los bienes, pues querían venderlos. “Me llamaron e hice el avalúo, el cual lo fijé, más o menos, en $ 200 mil, pero les aclaré que una cosa era el avalúo y otra el precio final de la venta”.

Tras conocer la cantidad, los familiares intentaron negociarla con el Ministerio de Cultura y Patrimonio, pero esta gestión no prosperó, lo cual los llevó, una vez más, a pedir el consejo de Hoyos, conocedor en detalle de la nutrida biblioteca.

En un afán por ayudarlos, Hoyos puso al tanto de la situación a los directivos de la Academia Nacional de Historia, la cual solo ofreció dar $ 60 mil. Aunque la cantidad era considerablemente menor, se aceptó el precio; no obstante, dicha negociación nunca se concretó.

Los jóvenes herederos —de acuerdo con Hoyos— estaban desesperados porque no sabían qué hacer con tal cantidad de libros y porque debían pagar $ 350 mensuales de arriendo para mantener la biblioteca en una casa de la ciudadela Urdesa. Considerando el valor cultural de la biblioteca y como opción “extrema”, el funcionario municipal les ofreció comprarla utilizando todo el Fondo Anual de Adquisición de Libros, es decir, $ 40 mil.

La negociación se dio, luego de varios trámites, y hoy los libros se encuentran en un proceso de clasificación técnica que ha demandado el concurso de 8 bibliotecarios.

“Lo más seguro es que la biblioteca —que se llamará Carlos Calderón Chico— debido a la cantidad de libros con que cuenta, sea ubicada en el CAMI (Centro de Atención Municipal Integral) de Bastión Popular, donde hay suficiente espacio. Solo libros nacionales que nos hagan falta se quedarán aquí”.

A la orden de quien fuera...

Luis Carlos Mussó, poeta y narrador guayaquileño, recuerda el sitio como “el verdadero jardín de los senderos que se bifurcan”.

“Tenía libros en cuanto espacio posible y aprovechable hubiera, se constituyó en un referente para estudiosos y fuente de investigación de primera mano, especialmente sobre literatura ecuatoriana. Valiosísima por su profusión, lo era aún más porque estaba a la orden de quien se acercara”.

Ramiro Molina es director de la Academia de Historia de Manabí, miembro de número correspondiente de la Academia Nacional, y fue amigo de Carlos Calderón.

“Su casa fue su biblioteca, todo espacio libre le permitía seguir ubicando libros aunque no tuviera sillas para que se sienten sus invitados”.

 “Su escasa economía —recuerda— no fue impedimento para adquirir libros, conocía todas las ‘huecas’ donde se los vendían baratos. Era un constante visitador de amigos para recabar de ellos los libros ya leídos; visitante permanente de legaciones diplomáticas extranjeras solicitando donación de textos; asistente continuo a congresos nacionales e internacionales donde por equipaje personal siempre traía maletas llenas de libros y revistas”.

Para Molina, “el mayor mérito de Calderón Chico no fue solo tener la más grande biblioteca particular en el país sino haber sorbido de cada texto el conocimiento expresado en ellos y devolverlo al país en sus textos y artículos publicados”.

Otra de las personas que acudió hasta esos libros es la periodista Lola Márquez, quien trabaja para el Instituto de Patrimonio Cultural.

“Creo que uno de los aspectos más interesantes de esa biblioteca era que los libros tenían adjuntos su ‘hoja de ruta’, es decir todos los recortes de prensa donde se hablaba del libro y/o su autor”, recuerda Márquez, quien agrega que una de las pocas ganancias de Calderón era que, a veces, los investigadores extranjeros le pagaban. (I)

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