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El Telégrafo
Ramiro Díez

Historias de la vida y del ajedrez

Hasta dónde llega la maldad

30 de marzo de 2017 - 00:00

Dicen las crónicas que el hombre más seductor de Poitiers, Francia, en el siglo XVII, se llamaba Urbain Grandier. Y no solo era bello, sino sacerdote y confesor de monjas y de mujeres de la nobleza. Se decía que algunos hijos que nacían entre las mujeres de la aristocracia, eran retoños del apuesto sacerdote.

No era extraña su conducta, en aquella época. El clero no vivía muy alejado de la vida que otros hombres llevaban, pero el padre Grandier, al parecer, se sobrepasaba. No fue extraño, tampoco, que fuera acusado, en forma masiva y pública, de inmoralidad por otros religiosos, y por maridos y novios celosos. Quien recibió la denuncia fue su enemigo, el obispo de Poitiers, con una sobrina víctima de las artes seductoras de Grandier.

Entonces unos sacerdotes celosos convencieron a las monjas de un convento, para que declararan que él las había embrujado. Dicho y hecho. No se sabe a cambio de qué favores, o por qué presiones, las monjas declararon en forma pública contra Grandier, y empezaron a sufrir convulsiones.  

Grandier fue llevado a juicio. Las monjas contaron que él las había violado bajo la apariencia de un demonio, y les había enseñado a hablar en lenguas extranjeras. Para defenderse, Grandier les habló en griego. Las monjas, ignorantes de esa lengua, guardaron silencio. Quienes pretendieron declarar en defensa del cura Grandier, fueron encarcelados y otros tuvieron que huir a regiones lejanas, inclusive tres hermanos suyos, sacerdotes.

Al final, después de un juicio infame, Grandier fue condenado a distintos tormentos y a la hoguera, aunque le prometieron ahorcarlo antes de encender el fuego. Llenas de horror, las monjas se arrepintieron de las calumnias y a la vez fueron amenazadas con ser llevadas a la hoguera. Varios sacerdotes, en especial capuchinos y dominicos, ejecutaron los más horrendos tormentos contra Grandier, al punto que los huesos rotos de su cuerpo quedaron al descubierto mientras todavía estaba vivo. “Una prueba de que está poseído por el demonio, es que no soporta una lanceta ni en sus nalgas, ni en sus testículos”, decía el acta de acusación. Cuando intentó hablar, le arrojaron baldes de agua bendita, y le golpeaban el rostro con un crucifijo. Al final le pusieron la soga al cuello pero no lo ahorcaron, y lo quemaron vivo.

Sus verdugos murieron locos, poco tiempo después. Uno de ellos, el Obispo Lactance en su agonía gritaba .”Perdóname, Grandier… no fui culpable de tu muerte.”

Curioso, el mundo del ajedrez: no se pide perdón por matar. Debe ser porque allí siempre se resucita.

Aquí el negro mata sin remordimientos:

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