Cerca de 30 hombres y mujeres forman un círculo alrededor de una tumba en el Panteón Municipal de Tixtla, estado de Guerrero, uno de los más pobres de México. Jóvenes todos brindan con bebidas que ya embriagaron a varios, pero la alegría termina cuando alguno de ellos pronuncia un discurso. “No crean que estamos contentos, estamos de luto -dice uno de los jóvenes-. Nos duele, pero también sabemos lo que a Gallino le gustaba y entonces… ¡salud!”. El camposanto está en los límites de la ciudad. Rodeado por plantaciones de maíz -“milpas” en México- y verdes montañas que hoy están invadidas por nubes bajas. Cede el cielo después de 2 días de lluvia y el silencio húmedo permite a los vivos preparar la fiesta para los difuntos. Solo las voces de los muchachos interrumpen el silencio que procuran las demás personas en sus preparativos para la celebración del Día de los Muertos, que en esta localidad de 23.000 habitantes dura 3 días. Con escobas y trapos, algunos limpian los mausoleos de concreto, casitas y pequeñas capillas construidas según el gusto de las familias. Más allá, otros remueven la tierra, lugar de descanso para los más humildes. La costumbre se llama “levantar” la tumba y consiste en demarcar el terreno de cada difunto, explica Clemente Rodríguez mientras realiza la faena con un pico. Su hija Carmen deshace los terrones con sus manos, quedará embarrada, pero la tierra será tersa. El cementerio huele a cempasúchil, una especie de clavel de color amarillo que se utiliza para las celebraciones del Día de los Muertos, al igual que la imponente flor morada que se conoce como “terciopelo” aunque en realidad se llama celosia. Casas y calles huelen igual porque las familias instalan ofrendas para sus difuntos: con pétalos amarillos se marca un camino para que el muerto encuentre su hogar y, ya dentro, el regalo consiste en arreglos florales, velas, comidas y bebidas que más le gustaban. Cada quién, según sus posibilidades, deseos y costumbres. En las calles del barrio de Santiago retumba el estruendo de cohetones. Entre explosiones se escuchan rezos y también música alegre que proviene de flautas y tambores. La fiesta se ofrece desde una casa y a media calle, hasta donde llega danzando un grupo de “tlacololeros”: Muchachas y muchachos con grandes tocados amarillos y máscaras coloridas que representan la caza del tigre, animal que destruye las cosechas. Es un baile tradicional en la región centro del estado, una costumbre mestiza. Una tumba sin flores Para los mexicanos, el Día de los Muertos implica sentimientos encontrados. Detrás de coloridos altares, música y fiesta, siempre hay tristeza por los ausentes. Más aquí, ciudad de donde son originarios 14 de los 43 estudiantes desaparecidos en Iguala y también Julio César Ramírez Nava, normalista asesinado la misma noche (26/10/2014). No hay flores en su tumba porque su madre, Berta Nava, se niega a visitar el panteón. “No me hago a la realidad de que él esté ahí -dice-. No me hago a la idea de no volverlo a ver. A mi hijo no lo siento muerto, lo siento vivo”. Menos se resigna cuando, 13 meses después del asesinato, el caso sigue impune: “Están señalados quiénes fueron los que accionaron el arma pero me doy cuenta de que no quieren que se los juzgue. ¿De qué sirve que el gobierno tenga a ciento y tantos detenidos si no hace nada?”. Explica que las irregularidades han sido constantes: “Cuando pusimos la denuncia pedimos copias de los expedientes pero no nos entregaron ni una sola hoja. Ahora la Procuraduría General de la República tampoco permite que los licenciados del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez vean el expediente, ¿por qué?”. Julio César, de 23 años, era alumno de primer año de la Licenciatura en Educación Primaria de la Escuela Normal Raúl Isidro Burgos, de Ayotzinapa. Lo llamaban Fierro porque tocaba la trompeta. La noche del 26 de septiembre acudió a Iguala para responder al pedido de auxilio de sus compañeros que eran atacados por policías. Lo hirieron de muerte durante el ataque de la medianoche, cuando también asesinaron a Daniel Solís Gallardo. Aunque la solidaridad le costó la vida, su madre siente la obligación de seguir los mismos pasos. Berta, una mujer que vivió siempre con carencias y trabajó toda su vida de empleada doméstica, no se ha sentado a llorar a Julio. Por el contrario, día a día ha caminado con los madres y padres de los 43 desaparecidos porque “si están faltando los muchachos, yo tengo que seguir en la búsqueda de ellos. Verlos llegar será como ver a mi hijo”. A pocos metros, los nuevos estudiantes de Ayotzinapa cortan las flores de cempasúchil y terciopelo que sembraron y cuidaron cuatro meses. Es la primera cosecha después de la desaparición forzada de sus compañeros. No los conocieron antes pero las ganancias de su esfuerzo tienen un fin claro: mantener sus actividades y seguir exigiendo la aparición con vida de los ausentes. (I)