Publicidad
Perfil
Las mil caras de Virginia Woolf
Veo a una mujer sentada en un verde claro. Cerca se escucha la corriente de un río. Lleva el pelo recogido y un vestido suelto. Todo en ella es prosa, como una gota de agua cayendo en cámara lenta y rompiéndose en mil pedazos al tocar tierra. Reflexiona sobre un pájaro que se lastimó las alas y que muere poco a poco, un animal sin sus azules y sus negros, pequeño, tranquilo, ya sin dolor. La mujer sufre desmayos, depresiones, oye voces con las que tiene que luchar, envuelta en una oscuridad que solo ella conoce. Es atendida por médicos a todas horas que pretenden informarle sobre sus propios intereses, y al cerrar la puerta, al tomar las píldoras, al frenar los temblores, está segura de que la única persona capaz de entender su propio estado es ella(1).
¿Quién le teme a Virginia Woolf?(2) ¿Cuántos ojos la verán como una escritora suicida, loca, maníaca, indiscreta, introspectiva, intelectual, tímida, retraída, conversadora brillante, mordaz, ingeniosa, liberal y hasta bisexual —se la relacionó sexualmente con sus amigas Katherine Mansfield, Ethel Smyth y Vita Sackville-West, señalando a esta última como el ‘amor de su vida’—? ¿Cuántas veces se ha intentado definir visiones que reflejen su compleja personalidad? La mujer de las mil caras la llaman, y no en vano carga con ese calificativo. Su personalidad y temperamento nunca fueron fáciles de determinar. De sí dijo: “¡Cuán inútil soy para este mundo! Egoísta, vanidosa, egocéntrica e incompetente”. Las descripciones por familiares y allegados resultan discordantes, aún antagónicas.
Virginia Woolf es y ha sido una escritora célebre; precursora personaje de culto, autora prolífica y de personalidad enigmática, por lo tanto siempre tuvo admiradores y detractores. Sin embargo, el proceso creativo de Virginia Woolf hiela. Esa forma de irse a algún cuarto de su mente, mientras se encuentra en su sillón negro, escribiendo afanosamente, como si el descuido de alguna idea significara una muerte súbita. Fue frágil y autoritaria, de una rara fortaleza, de una imaginación desmedida, una imaginación sin frenos. Se autoanalizaba para observar su dolor y su capacidad para seguir escribiendo sin descanso, sin comida, sin aliento.
Tenía que estar siempre escribiendo algo, pero al mismo tiempo, según los que la frecuentaban, todas sus novelas eran una causa de ansiedad y depresión: “Lentitud del pensamiento e ideación, pesimismo, desesperanza, ideas recurrentes de suicidio, horror a la soledad e hipersensibilidad extrema a la gente, desamparo, incapacidad de vibrar con el medio, autocrítica despiadada, sentimientos de culpa infundados, imposibilidad de concentrarse en la lectura y escritura, despersonalización”. Además de pérdida del apetito, amenorrea, jaquecas, insomnio pertinaz (“aquellas interminables noches que no se acababan a las doce, sino que siguen en números dobles: trece, catorce hasta que lleguen a los veinte..., no hay nada para evitar que sean así si deciden serlo”), hicieron que esta mujer visualice una y otra vez el río, el río como salida, el agua como el descanso. En uno de sus diarios denuncia: “Te hundes en el pozo y no hay nada que te proteja contra el asalto de la verdad. Allí abajo no puedo escribir ni leer; sin embargo, existo, soy”.
Escribía desde su círculo más cercano, su familia. Virginia pertenecía, así, a una familia culta, refinada y con intereses culturales muy elevados. Los Stephen Jackson tenían parentesco lejano con algunos nobles y toda su vida se sintió atraída por la aristocracia sin dejar de verla a la vez con críticos ojos burlones. “Los primeros Stephen de los que se tienen noticias aparecen a mediados del siglo XVII. Eran granjeros, mercaderes y contrabandistas. Uno de ellos, William Stephen, se estableció en las Indias Occidentales y prosperó en el desagradable comercio de comprar esclavos enfermos y luego curarlos apenas lo suficiente para poder venderlos en el mercado. De modo que si por la rama materna Virginia tenía antepasados asociados con la nobleza, gracias a los Stephen contaba con “parientes piratas”, señala la periodista argentina Irene Chikiar Bauer, en su monumental biografía Virginia Woolf. La vida por escrito(3).
Como Virginia no asistía al colegio y carecía de compañeras o amistades más allá de la familia y sus relaciones, observaba a sus parientes con particular curiosidad. Su mundo de infancia y adolescencia se limitaba al ámbito familiar. Y de ellos escribía (Virginia construye a Vanessa, su hermana, como si fuera el personaje de alguno de sus libros). Su padre poseía una amplia biblioteca y cuando ella cumplió los 16 años, por fin pudo entrar sola a aquella habitación y dedicarse a explorar todo lo que deseara. Empezó a leer clásicos y literatura inglesa: “Ginia está devorando libros, casi con más rapidez de la que yo quisiera”, diría su padre, Leslie Stephen. Sin embargo, ella sentiría que durante toda su vida su educación había sido deficiente por ser mujer. Así, las horas que dedicó Virginia Woolf a la lectura fueron su verdadera educación ya que fue rechazada en los cursos universitarios debido a su sexo. Ha sido considerada precursora por las feministas y, no sin razones, la madre del feminismo moderno.
Virginia Woolf, una de las grandes novelistas del siglo XX y una de las más destacadas modernistas, escribió tres novelas que quedarán en la historia grande de la literatura: La señora Dalloway (1925), Al faro (1927) y Las olas (1931). Mario Vargas Llosa dijo sobre la primera: “El huidizo, ubicuo y protoplasmático narrador de La señora Dalloway es el gran éxito de Virginia Woolf en este libro, la razón de ser de la eficacia de su magia, del irresistible poder de persuasión que emana de la historia”.
El contacto de una mano debajo de su ropa
Aunque Virginia permaneció imprecisa sobre las circunstancias de los acosos sexuales por parte de sus hermanastros George y Gerald Duckworth, ella anota en sus ensayos autobiográficos A Sketch of the Past y 22 Hyde Park Gate: “Recuerdo el contacto de su mano debajo de mis ropas, avanzando firme y decidida cada vez más abajo. Recuerdo que yo esperaba que se detuviese de una vez, me iba poniendo más tensa y me retorcía a medida que la mano iba aproximándose a mis partes más íntimas. Pero no se detuvo. Recuerdo que me sentí ofendida, que no me gustó”. Haber confesado que sufrió el acoso en su infancia y adolescencia disparó especulaciones de parte de quienes llegaron a afirmar que fue “una niña abusada, una sobreviviente del incesto”. Así lo señala Louise De Salvo en la primera línea de su libro Virginia Woolf. The Impact of Childhood Sexual Abuse on Her Life and Work. Sus crisis nerviosas y posteriores períodos recurrentes de depresión fueron asociados con los abusos que ella y su hermana Vanessa padecieron.
En la biografía Virginia Woolf. La vida por escrito, Chikiar Bauer realiza una extensa investigación en la que sugiere que el trastorno bipolar de Virginia —que no le fue diagnosticado en vida— estuvo ligado a rasgos hereditarios, que menciona y detalla a lo largo de la obra. Por ejemplo, su padre, Leslie Stephen, fue un destacado intelectual que padeció episodios depresivos (“ataques de los horrores”) en 1888, 1890 y 1891. Después de la muerte de su esposa en 1895, se agravó. Su admirada hermana, Vanessa Bell, cayó en profunda depresión entre 1911 y 1913 producto de su tormentosa relación extramatrimonial con Roger Fry y posterior aborto. Su hermano, Adrian, se sometió a psicoanálisis por su carácter depresivo antes que por síntomas. Laura Stephen, hermanastra “débil mental”, requirió ser internada de por vida. Un primo, James Kenneth Stephen, sufrió una herida en la cabeza que determinó un violento cambio de comportamiento con acoso sexual de su hermanastra Stella, resolviéndose con su muerte prematura por causas desconocidas.
El primer episodio de Virginia comenzó a los 13 años, en 1895, durando casi 6 meses. A pesar de su recuperación, fue incapaz de escribir en su diario por año y medio. En el segundo ataque de abril de 1897 requirió guardar cama: “La vida es un asunto duro, se necesita una piel de elefante ¡que precisamente una no tiene!”, anotó en su diario. Por tercera vez en 1904 sufrió un ataque severo con un primer intento de suicidio arrojándose por la ventana.
Durante su convalecencia escribió a su enfermera: “Pienso que la sangre está volviendo nuevamente a mi cerebro. Es el sentimiento más extraño, como si una parte muerta de mí estuviera volviendo a la vida... Todas las voces que solía escuchar, que me decían que hiciera todo tipo de locuras se han ido y Vanessa dice que eran siempre producto de mi imaginación”. La cuarta crisis de 1910 está poco documentada, debió permanecer en cama por algunos meses y, seguidamente, reingresó a una clínica por seis semanas. El período más grave del trastorno se extendió entre 1912 y 1915: “Es mi malestar de mi enfermedad habitual, en la cabeza. Una semana postrada en cama”. Además de: “He tenido una extraña quincena y en la noche he sido golpeada en la cabeza por corrientes oníricas”. Sus aprensiones e inestabilidad emocional no impiden la boda con Leonard Woolf, el 29 de mayo de 1912. Transcurrida su luna de miel, persiste: “No sintiéndome bien”, hasta diciembre.
Su segundo intento de suicidio ocurre cuando ingiere 100 g de Veronal (sedativo y somnífero), dosis potencialmente fatal, siendo salvada por la presencia accidental de un especialista. Cuando le dan de alta retoma su rutina de leer y escribir aunque entre marzo y agosto de 1914 queda bajo estricta vigilancia de dos enfermeras por sus cambios de ánimo y peligro de suicidio, señalan sus biografías. El colapso de 1915 —“un mundo pesadillesco de histeria, desesperación y violencia”, según Leonard— obliga a internarla contra su voluntad.
Se restableció totalmente en 1936, aunque experimentando significativos altibajos anímicos relata: “Me he sentido en conjunto fuerte y animada. Despierto de la muerte —o del no ser— a la vida”. En 1941 ensimismada en sus voces intuye el retorno de la locura y, temiendo que la hospitalicen, tras escribir dos emotivas cartas de despedida, una para su marido y otra para su hermana Vanessa, decide ir al río, quedarse ahí.
El río como el fin de la locura
Todos estos ataques resultaron en una corriente tormentosa para Virginia, en la cual se hundía para formar parte de sus turbulentas aguas, tan turbulentas como ella misma. Al respecto de su enfermedad, su esposo Leonard afirmó: “...Virginia permaneció a través de toda su enfermedad, aún cuando estaba más insana, terriblemente cuerda en tres-cuartos de su mente. El hecho es que su locura estaba en sus premisas, en sus creencias. Creía, por ejemplo, que no estaba enferma, que sus síntomas se debían exclusivamente a sus ‘faltas’... y su poder de argumentar deductivamente a partir de premisas falsas era terrorífico. Por tanto, era inútil intentar argumentar con ella”. En 1904 escuchó que los pájaros cantaban en griego, que la urgían a hacer locuras y percibió al rey Eduardo VII espiando entre las azaleas, usando “el lenguaje más procaz del mundo”. En 1924 ella escribe: “He tenido algunas visiones curiosas en este cuarto también, mientras yacía en cama, loca y viendo la luz del sol estremeciéndose como agua dorada, en la muralla. He escuchado aquí las voces de los muertos”. Uno de los detalles más llamativos antes de su muerte es la presencia durante semanas enteras de la palabra ‘cama’, garabateada en las hojas de sus diarios y que según sus familiares, representa los períodos más difíciles de su enfermedad.
Y habitada, decía, por la oscuridad y por la claridad, un 28 de marzo de 1941, por la mañana, a los 59 años, la escritora Virginia Woolf se ahogó voluntariamente en el río Ouse, cerca de su casa de Sussex. Se especula que ya lo había intentado, ya que unos días antes había regresado a casa con la ropa y el cuerpo completamente empapados, después de uno de sus habituales paseos. En aquella ocasión dijo que se había caído. Quizá ahí surgió lo de guardar piedras pesadas en sus bolsillos. Así no volvería a fallar. Y eso fue lo que hizo. Su cuerpo fue hallado semanas después por varios niños que jugaban en la orilla.
Ese mismo día su esposo escribió a lápiz en uno de los diarios de bolsillo de su esposa, con mano temblorosa, la palabra “muerta”.
Notas
1.- Texto basado en una de las escenas de Las horas (The Hours), película dramática estadounidense del año 2002. La cinta es una adaptación de la novela del mismo nombre escrita por Michael Cunningham; relata las historias de tres mujeres afectadas por la novela Mrs. Dalloway, de Virginia Woolf.
2.- Hace referencia a la obra de teatro Who’s Afraid of Virginia Woolf? (¿Quién le teme a Virginia Woolf?), del dramaturgo estadounidense Edward Albee, estrenada en 1962.
3.- Cabe destacar el completísimo trabajo de investigación de la escritora, periodista y socióloga argentina Irene Chikiar Bauer, en la biografía Virginia Woolf. La vida por escrito. El libro consta de poco más de 900 páginas y termina ofreciéndole al lector una Virginia Woolf de cuerpo entero.