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Narrativa

Juan José Saer: el programa narrativo

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A un clásico lo define su capacidad de reconfigurar el presente para proyectarse en el futuro y seguir no solo vigente, sino actual. La capacidad de un clásico se mide por su fuerza y la voluntad creativa que se percibe en su obra. Es básicamente la forma en que se trabajan —de una manera definida y determinada— una cantidad de temas, que ya no serán los mismos o tendrán herederos que continuarán haciendo su labor bajo ese manto que, siempre actualizado, arrojará nuevas luces y sombras sobre, por ejemplo, la literatura, y desde la literatura hacia la vida misma. Y en ese sentido, la obra de Juan José Saer ha dejado algunos herederos. Entre ellos, autores como Martín Kohan, Sergio Chejfec, Juan José Becerra y Gustavo Ferreyra, quienes aparecen como los más reconocidos e importantes.

El programa narrativo Saer

Nacido el 28 de junio de 1937 en Santa Fe, Argentina, Juan José Saer, hijo de inmigrantes sirios, se convirtió en un escritor que trazó un contorno sobre la geografía en la que nació. Para él, Santa Fe fue como Santa María para Juan Carlos Onetti, Yoknapatawpha County para William Faulkner o Comala para Juan Rulfo. Santa Fe es el lugar donde todo tendría su unidad. Denominada como ‘La Zona’, este lugar se convierte en el espacio vital de sus personajes. Personajes que para la narrativa de Saer están más relacionados con lo que en teatro se conoce como ‘elenco estable’, es decir: cuando aquellos personajes que son protagonistas en una historia, en la otra ocupan un segundo lugar o llegan incluso a ser simples figurantes. Y esta estrategia a Saer le permite confeccionar una serie de historias y vidas donde todas ellas conectadas no recaen en una sola forma o historia, sino que la forma narrativa de cada novela se asienta más bien en el tipo de personaje que narra la novela. Así, por ejemplo, una novela como Glosa (1985) está armada a partir de un diálogo durante un paseo de veintiún cuadras que hacen dos personajes recurrentes: El Matemático y Ángel Leto; en cambio, una novela como La grande (2005) será contada por un narrador omnisciente que es capaz de organizar el mundo, que es al mismo tiempo un mundo que termina y empieza, porque se narra el ocaso de la vida de los protagonistas de sus novelas anteriores y esto es debido a que fue escrita al final de toda una vida; mucho antes de este final, una novela como El limonero real (1974), —narrada por Wenseslao, que es propenso tanto a las digresiones sobre la naturaleza y las apreciaciones sobre las clases sociales y los saltos de tiempo que le otorgan su memoria y todo lo que sabe sobre la vida de aquellas personas con las cuales se encuentra desde lejos—, dará cuenta de todo un universo en permanente construcción, que justamente ingresa a su última transformación en La grande.

Para continuar habría que hacer un censo de personajes: Tomatis, Elsa, el Gato y Pichón Garay, Barco, Washington Noriega, Marcos y Clara Rosenberg; los más nuevos Gutiérrez, Nula, Gabriela Barco, son entre otros, el elenco al cual Saer convocará cada vez que quiera narrar una historia. Todos ellos van apareciendo, van refiriéndose unos a otros, y se van conociendo, enemistando y volviendo a ser amigos desde la publicación de la novela Responso (1964), que es básicamente el momento donde todos son tan jóvenes como el mismo Saer. Junto a Saer, ellos, irán envejeciendo y muriendo en todo ese proyecto narrativo que es como un ciclo de la vida, en que la naturaleza, los colores, la forma del río y la propia La Zona se van reconstruyendo permanentemente. Así como Onetti va construyendo Santa María primero en algunos cuentos y ya luego en novelas como Los adioses o Juntacadáveres, Saer también va edificando La Zona: la dota de un periódico, La Región, y le añade puentes, una exuberante vegetación, quintas, ranchos, casas provincianas de finales de siglo XIX, y le dibuja calles largas por donde transitan autos viejos y modernos que arrojan su ruido para asombro de los pobladores más viejos de esa geografía.

Saer miraba el río Paraná en su juventud, y se fue a París en el 68 —para muchos, un mito. Desde ahí no dejó de escribir hasta el día en que murió, el 11 de junio de 2005, justo cuando se encontraba en la redacción de La grande, novela que captura el espíritu de todas sus anteriores novelas y que por cuestiones de simetría no podía sino también significar el final de toda una época. En ella, muchos de los personajes (nos enteramos al leerla) han muerto, los matrimonios se han disuelto, la geografía ha cambiado y algunos hombres ya maduros solo pueden tener la amistad como su bien más preciado.

Cuando uno lee La grande, sabe que está leyendo algo que se está escribiendo contra la muerte. Uno reconoce que Saer sabe que morirá, tal como ocurre con 2666 de Roberto Bolaño o con La novela luminosa de Mario Levrero. En La grande, Saer pone lo mejor de sí, porque solo tiene una bala y un disparo para llegar hasta el final: pero el final lo alcanzaría más pronto a él, así que en la página 435, la vida solo le dejó escribir: “Con la lluvia llegó el otoño, y con el otoño, el tiempo del vino”. Esa frase es cifra de toda la obra de Juan José Saer: la celebración de las estaciones, el vino como motivo de reunión y la lluvia como aquel personaje siempre presente en su obra, un elemento que ayuda a que todo tenga una razón de ser y vuelva a crecer. Por eso, quizá La grande sea la mejor forma de entrar al universo del autor.

Pero también hay que señalar que el tiempo y la historia para Saer son cuestiones que se atacan en la forma como se narran las historias. Cada personaje tiene un metrónomo incorporado y ese tiempo narrativo es el tiempo casi mítico de cada uno, gente que, sin embargo, no está separada del propio lenguaje narrativo de Saer. No es un tiempo cíclico, sino un tiempo que avanza con lentitud, como buscando la perfección en las palabras que se refieren a la realidad, pero también buscando el tono justo de conversaciones que describen una parrillada (a la que no asiste ninguna de las dos personas que la mencionan, pero a través de veintiún cuadras hablan sobre lo que ahí sucedió: este es básicamente el argumento de Glosa) o una tarde en que alguien se baña en el río, y eso que podría parecer una anécdota se narra en treinta páginas, como si estuviera sobrevolando lo que acontece, porque con Saer también ocurre que uno imagina que aquello que lee se está escribiendo en ese justo momento, casi por primera vez.

En Saer está el universo.

Están el marxismo y la locura. La poesía y el chisme. El amor y el fuego. Están también la contabilidad, las matemáticas, la pintura y el crecimiento vehicular y el río, siempre el río. Un río donde sus cenizas fueron arrojadas por encargo suyo.

En Saer hay un culto por lo terrenal. Por la celebración del mundo cuando nació y por cuando morirá. Por eso, su programa narrativo abarca con profundidad la vida de estos personajes. Este elenco estable, como dijimos, y que es partícipe de novelas como Responso (1964), Nadie nada nunca (1990), La pesquisa (1994), Lo imborrable (1992), y los libros de cuentos En la zona (1960), La mayor (1976) y Lugar (2000). Y aquí, solamente siguiendo los títulos de los libros, nos podemos dar cuenta de esta sed de espacio y esta hambre por los tamaños. Todo en Saer remite a una geografía, a una topografía que se va conformando y configurando a medida que pasa el tiempo y envejece el mundo y sus habitantes.

Saer parece pensar que el mundo no es otra cosa que un gran espacio donde las cosas envejecen con lentitud; y que en paralelo, con el transcurrir del tiempo, el espacio alcanza —poco a poco— a formar un contorno casi definido.

Saer posee esa impronta que lo hace un clásico, lo hace un referente y lo hace un escritor que debe ser leído una y otra vez para descubrir —con la misma lentitud con la que él escribía— las conexiones entre sus novelas y sus cuentos. Y así entender que en Saer no se trata de un conjunto de libros escritos en el tiempo, sino que es el surgimiento de una obra total que, alejada de las pretensiones de los escritores del Boom por abarcar en un solo volumen la totalidad, él lo que hace es construir un gran libro en varios tomos. Donde cada tomo remite al anterior y prefigura el siguiente y así hasta La grande.

La apuesta de Juan José Saer es que la narrativa debe ser escrita desde un lugar poético. Por ello usa esas frases encadenadas, con una cadencia propia, envolvente y casi sombría, donde la claridad que paradójicamente denotan algunos de sus títulos y las sugerencias existentes en algunos de sus pasajes novelísticos celebratorios de la luz, son más bien el contrapeso a las palabras crípticas y casi indescifrables con las que, por ejemplo, narra en El limonero real una escena de sexo entre unos matorrales.

Saer no es un escritor del que se pueda salir tan fácilmente cuando uno ingresa en su universo, que dicho sea de paso adquiere toda su dimensión estética gracias a la forma en que el autor adjetiviza la realidad. Allá donde Borges puso el acelerador, Saer usa una dínamo y los adjetivos dan ya no solo carácter o fuerza, sino que hacen corpóreo lo abstracto y vuelven sensible lo lejano.

→Al leer La grande, uno reconoce que Saer sabía que estaba escribiendo contra la muerte, como ocurre con 2666 de Roberto Bolaño. En La grande, Saer dio lo mejor de sí. Solo tenía una bala y un disparo para llegar hasta el final, pero el final lo alcanzó antes. En la página 435, la vida solo le dejó escribir: “Con la lluvia llegó el otoño, y con el otoño, el tiempo del vino”.

Saer marca un antes y un después porque muestra que en Argentina y sobre todo en Latinoamérica un escritor puede pensar que sus lectores son inteligentes y que ya tienen un recorrido como lectores. Hay en él —quizá sin quererlo del todo— la búsqueda de un lector ideal, que sepa entender los guiños, que sepa relacionar historias y vea cómo cambiaron ciertos personajes en el transcurrir del tiempo, pero también se preocupa porque sus frases, a pesar de ser costosas, no detengan la lectura y por demostrar también que un proyecto literario es lo que hace que un escritor sea un escritor. Que hay escritores, digamos, que son más corredores de pista, que cada libro desconectado del siguiente y del predecesor es una prueba en sí misma. Pero Saer es más un corredor de fondo, donde la prueba es más bien contra el tiempo y la construcción global de la obra. El peso no está en el libro, sino en la obra, y así, por acto de representación, a sus personajes les sucede lo mismo: a ellos les preocupan el tiempo y la historia, no de una forma cíclica, sino descompuesta, donde los saltos temporales y las ideas y venidas son lo que de verdad compone la vida, porque es así como funciona la memoria. Selectiva. Arbitraria.

La memoria es un acto de olvido discreto, pero que tiene sus propias reglas. Y en esas reglas a veces se olvida algo o se cree recordar otra cosa, pero no se lo recuerda tal y como sucedió, porque la memoria es falible y eso es lo que sucede con Saer: la evocación de esos personajes es tan constante que el lector siente una familiaridad con ellos, pero justo cuando ya todo parece dicho, aparece una frase o un dato extraño con el que uno entiende que no: que siempre hay algo más que se está revelando, como aquella depresión de Carlos Tomatis (personaje singular y casi álter ego de Saer en sus historias) a la que se refieren el Matemático y Leto en Glosa, pero que en Lo imborrable, uno se da cuenta de que no, que ese período en la vida de Tomatis ya pasó y que ahora él puede salir, de nuevo, a buscar trabajo; o cómo en La grande se presentan diálogos que hablan sobre la compraventa de una finca que ya se empieza a codiciar en El limonero real.

La visión de conjunto y la capacidad de establecer un mundo propio y de decir “bueno, este es mi territorio, este mi lenguaje y estos mis personajes. Y con esto armotodo cuanto deseo y quiero”. Esa es la manera en que Saer piensa su ejecución literaria. Nada, al parecer, está librado al azar. Todo funciona como la vida misma, a veces con errores, con límites, con miedos y violencia (como la narración en clave policial en La pesquisa) y amor... y sobre todo, con la certeza de que lo único que queda es la amistad. Porque quizá ese sea el gran tema saeriano: la amistad a través de los años, la amistad como forma de estar en el mundo y de dejar algo a los demás.

Y en ese sentido, Juan José Saer ha encontrado seguidores.

El factor Saer

Quizá el caso de Martín Kohan sea interesante dentro de esta nueva tradición, porque si bien su narrativa es distinta de la de Saer en términos formales, sus ensayos reconocen un legado saeriano, por así decirlo: la preocupación permanente por conjunciones entra la literatura con la teoría y la historia son ciertamente bases de cualquier crítica literaria. Pero lo que vuelve diferente a Kohan es que recoge de Saer esa intención por desarticular el canon literario y por constituirlo desde otras latitudes y narrativas: no dar nada por sentado y borrar cualquier pretensión de homogeneidad, al mismo tiempo en que se establecen conexiones textuales y enlaces temáticos dentro de la propia obra de determinados escritores como Antonio Di Benedetto, Walter Benjamin, Domingo Faustino Sarmiento, Miguel Cané, o determinada escritura europea en la cual están interesados por diversas razones, pero la abordan desde la misma preocupación: ¿Cómo construye ese texto este escritor?

Aquella es una perspectiva filosófica importante, porque nos remite al viejo y conocido planteamiento de Louis Althusser cuando emprende la ‘lectura’ de El Capital. Althusser proponía que había que leer El Capital con los propios conceptos elaborados por Marx en ese libro. No era necesario introducir un conocimiento externo porque el mismo Marx habría creado sus propias condiciones de enunciación, lectura y conocimiento. Algo que es llamativo, porque estamos acostumbrados a abordar un texto con un arsenal teórico externo, cuando en realidad se nos dice que, al contrario de esta práctica, el ejercicio debe ir hacia el interior; que sea el propio texto lo que nos indique qué parte es importante tomar en cuenta.

Esto es importante para Kohan, a través de Saer, porque nos habla de la preocupación por la ficción en tanto ellos mismos, escritores y ensayistas. Las preocupaciones no son meramente académicas, sino procesos de lectura y, en cierto modo, dinámicas de apropiación.

Apropiación de la que —ya en el plano de la narrativa— Sergio Chejfec se convierte en el mejor ejemplo, con novelas como El aire (1992) o Los incompletos (2004), en las que demuestra que la escritura, aparte de ser un acto de fabulación, también puede ser un acto de imitación. La prosa de Chejfec es encadenada, lenta y perfecta, como la obra de Saer. Lo mínimotarda en acercarse a lo global; y la trama aparece pausada por el mismo lenguaje que a veces se detiene en los colores de la luz del sol, en los reflejos en los cristales o en la memoria; cosa que emparenta a la narrativa de Saer con la Chejfec y la de Gustavo Ferreyra, que con la novela La familia (2014), abre de nuevo el universo de lo mínimopara, a través de un lenguaje que tiene ecos de Saer, escribir sobre una familia que muta y se complejiza en el tiempo. Una historia total contada a partir de mínimos elementos que solo de vez en cuando señalan aquello que debe ser visto por completo; porque los demás espacios que ocupa la narración se concentra en bordear ese universo y definir sus contornos, que es una manera de decir; porque lo que Juan José Saer también hace (y por ende, Chejfec y Ferreyra se unen en esa empresa) es tener detonaciones que hablan de esa historia a través de frases aparentemente sin importancia o de recuerdos quizá olvidados, pero que sí tienen su peso y sí encuentran su razón de ser en el gran mapa que arma su narrativa. En el caso de Chejfec y Ferreyra —y aquí lo importante—, ese gran esquema se encuentra autoconclusivamente dentro de cada una de sus novelas; en el caso de Saer, por el contrario, ese mismo esquema no se agota en una sola y única novela, sino que hace parte de todo un programa narrativo casi absoluto y por ello mismo inacabable.

→Nada está librado al azar. Todo funciona como la vida misma: a veces con errores, con límites, con miedos y violencia, y amor... y sobre todo, con la certeza de que lo único que queda es la amistad. Porque quizá ese sea el gran tema saeriano: la amistad a través de los años, como forma de estar en el mundo y de dejar algo a los demás.

Al encontrarse con Saer, estos autores saben que algo es posible, así como algunos miembros de esa misma generación saben que al leer a Jorge Luis Borges o a Bioy Casares algo cambió en ellos para siempre y supieron que sí se podía narrar en ‘argentino’; lo que sucede con Saer, en tanto factor detonante de la literatura contemporánea, es que cuando uno lee su obra, reconoce un escritor que habla de una particularidad tan pequeña como La Zona, y que la describe al detalle, a veces desde la bruma de la evocación y otras desde la cercanía nominalista del presente que hace que La Zona ya no sea un territorio propiamente argentino, sino universal. Un lugar anclado en cualquier otro lado del mundo, y esto ocurre principalmente porque Saer se adueñó de un mundo y lo construyó de a poco, y al hacerlo, el lenguaje también, junto al tiempo y el uso de la historia —traducida en memoria y recuerdos—, jugó un papel importante. Y todo esto lo convierte en un escritor que no solo se preocupó por contar historias, sino por armar un mundo paralelo, un mundo donde habitar cuando ya no haya sitio donde estar.

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