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Cine

El universo delirante de los antihéroes

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Si algo caracteriza a la obra de Paul Thomas Anderson (California, 1970) es la ambición. Desde el principio de su carrera, que comenzó con Hard Eight (Sidney) en 1996, el cineasta desplegó una gran dosis de energía narrativa que eclosionó en la cinta Boogie Nights (1997), un delirante recorrido por la industria de la pornografía en la década del setenta en Los Ángeles. La película es un retrato hipertrófico de las miserias y búsquedas de los actores y directores de la considerada ‘edad dorada’ del porno, que recuerda a las mejores obras de Martin Scorsese.  

 

La pornografía es el lado oculto de la industria del cine. La vergüenza solapada que se desarrolla entre telones. Sus actrices y actores se despersonalizan en el ojo del espectador, e incluso pierden consistencia y corporalidad hasta convertirse en guiñapos obscenos que el pornófilo devora. Boogie Nights les devuelve su historia; los humaniza mediante las actuaciones del fallecido Philip Seymour Hoffman, Mark Wahlberg y Julianne Moore.

 

En su ensayo de 2006, Gran hijo rojo, David Foster Wallace hace una reproducción pertinente, que encaja a la perfección con el espíritu de la cinta: “El típico productor de porno es realmente un hombrecillo feo con un tupé de mal gusto y un anillo en el meñique del tamaño de una pastilla de Rolaids. El típico director de porno es realmente un tipo que usa la palabra ‘clase’ como sinónimo de refinamiento. La típica estrella femenina de porno es realmente una mujer con vestido de noche de licra y tatuajes por todos los brazos”.

 

El vínculo de Paul Thomas Anderson con el cine fue temprano. A los 11 años su padre le regaló una cámara Súper-8, y su infancia se desarrolló a la sombra de las videocintas. Al igual que sus compañeros generacionales Quentin Tarantino y Richard Linklater, es un cinéfilo empedernido y sus películas están plagadas de glosas y homenajes a varios géneros, los cuales van del cine negro y la comedia hasta el drama clásico (al estilo de John Huston).

 

Si con Boogie Nights Anderson exploró los rincones oscuros de la industria pornográfica, su siguiente largometraje, Magnolia (1999), es un experimento polifónico y coral, en el que se entrelazan nueve historias a través de un azar derivado de la falta de sentido de la vida humana, el cual recuerda a la película de Robert Altman, Vidas cruzadas, o a algunas de las novelas del escritor William Faulkner.

 

Magnolia es hasta la fecha su película más ambiciosa. Filmada cuando el director tenía apenas 29 años, la consistencia de su fotografía y montaje constituyen por sí mismas una clase magistral de cine. El resultado, alabado por el mismísimo Ingmar Bergman, no puede dejar impávido al espectador, aunque detrás de la polifonía hay una desmesura en el guion, más que nada cuando un Anderson demasiado joven se pone a reflexionar sobre la muerte y la culpa, desde los labios de sus personajes ancianos y moribundos.

 

El gran tema de Magnolia son los conflictos y traumas familiares; la caótica relación de los padres con sus hijos: está el niño genio (interpretado por Jeremy Blackman), explotado y maltratado por su padre; la hija que se hizo cocainómana (Melora Walters) porque fue violada por su padre, al cual no logra perdonar a pesar de que está a punto de morir de cáncer; está también el hijo (Tom Cruise) abandonado en la adolescencia por su padre mientras su madre fallecía; y un niño prodigio devenido en un adulto alcohólico porque sus padres se enriquecieron a sus expensas.

 

La siguiente película de Anderson, Embriagado de amor (2002), es su única comedia. Está protagonizada de forma brillante por el prolífico actor y guionista de comedias basura Adam Sandler. La cinta narra la historia de Barry Egan, dueño de una tienda de artículos para baño, el cual es humillado y ofendido por sus siete posesivas hermanas, quienes lo transformaron en un tipo amargado y solitario que sufre esporádicos ataques de histeria. Sin embargo, Egan es redimido a través de una versión edulcorada del romanticismo en la que los pianos son fetiches y el amor triunfa.  

 

Cinco años después apareció Petróleo sangriento, hasta la fecha su película más alabada por la crítica. En la misma, Paul Thomas Anderson nos transporta al Estados Unidos de principios del siglo XX, cuando la extracción petrolera estaba comenzando y bastaba raspar el humus para descubrir oro negro. Basado en la novela Oil! (1927), de Upton Sinclair, el filme cuenta el escarpado y violento ascenso del magnate petrolero Daniel Plainview (Daniel Day-Lewis), la conflictiva relación que tiene con su hijo adoptivo, y la patraña de la religión y el poder, necesidades inherentes al ser humano que desperdigan la devastación en todos los recodos donde extienden sus ramas.

 

La actuación de Daniel Day-Lewis (merecedora del Óscar a_mejor actor) es la más brillante de su exitosa y extensa carrera. La verosimilitud del personaje de Plainview se compagina con una escenografía de las mismas características, y el resultado es un fresco —con el tono descriptivo de la narrativa decimonónica gracias a la prosa ampulosa de Upton Sinclair— del asentamiento de la civilización industrial en las fronteras de California. Petróleo sangriento también es una crítica directa al brutal enriquecimiento de los petroleros. Plainview es un antihéroe interesado solo en el lucro, que vive alcoholizado en la soledad más espantosa y no tiene el menor miedo de escupir a los dioses de sus ancestros, a los que desprecia al igual que a todo el género humano.

 

En 2012, luego de un prolongado silencio, Paul Thomas Anderson estrenó El Maestro, película ambientada en 1950 y que cuenta la historia de Freddie Quell (Joaquin Phoenix), un veterano de la Segunda Guerra Mundial que vaga por el mundo, embrutecido por los brebajes espirituosos que prepara con combustible y alcohol. Quell es un animal puro. Las sombras de los japoneses que cayeron bajo su fusil están camufladas en su psique obsesionada con la cópula.

 

Al borde de la ruina, y acusado de asesinato, Quell es rescatado por Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman), un excéntrico y carismático embaucador, autoproclamado filósofo, médico, físico nuclear, escritor, sabio y fundador de ‘La causa’, una secta religiosa dedicada a entremezclar las doctrinas religiosas con las ideas científicas —a la manera de la Psicología Transpersonal de Ken Wilber o la Cienciología—. Los seguidores de Lancaster Dodd lo consideran un profeta, y su esposa Peggy (Amy Adams), cumple el rol de controlar su desmesurado ego; ella es la voz que lo encamina —con un talento que no tiene nada que envidiarle al de Lady Macbeth— hacia el propósito de transformar a ‘La causa’ en un culto institucionalizado.  

 

Freddie Quell es el arquetipo del discípulo. Se desempeña como gorila entrenado y perro guardián; de ser necesario defiende a su maestro con sus propios puños. No obstante, casi desde el principio se sume en la incredulidad. Las doctrinas que profesa ‘La causa’ le resultan incompresibles, fantasiosas y estúpidas. Además, es el único espíritu libre retratado en la película, un personaje de aires nietzscheanos que prefiere huir del amor, cualquier tipo de estabilidad, servidumbre o creencia, para transformarse en un nómada que busca lo imposible. Por lo tanto, de nada sirve que Lancaster Dodd trate de enjaularlo con sus delirios sobre la transmigración de las almas, la hipnosis, o el mundo pluridimensional de una física cuántica mal entendida. Quell es un hombre sin maestros, sin yugos; tal vez el único sobre la superficie del planeta.

 

La nueva película de Anderson, Vicio propio, se estrenó a finales de 2014 en el Festival de cine de Nueva York y es una adaptación de la novela homónima de Thomas Pynchon. Ambientada en un pueblo ficticio a las afueras de la ciudad de Los Ángeles en 1970, el filme mantiene a la perfección la atmósfera delirante y lisérgica del autor de El arco iris de gravedad. Vale destacar que es la primera vez que el esquivo Pynchon —del que a duras penas se conocen un par de fotografías— permite que se realice una versión cinematográfica de su obra. La película, cine negro al estilo de Samuel Fuller, Orson Welles o Billy Wilder, cuenta la historia del detective privado Doc Sportello (Joaquin Phoenix), el cual se sume en una frenética búsqueda de su exnovia Shasta (Katherine Waterston), que desaparece debido a una conjura en la que intervienen varias sectas, grupos de neonazis, magnates, el FBI, traficantes de droga, prostitutas asiáticas, un padre desahuciado y una esposa carcomida por la heroína, entre otros.

 

Sportello tiene que soportar a su némesis, Christian F. Bjornsen (Josh Brolin), un policía violento y racista que sufre grandilocuentes espejismos sobre su propio papel en el entramado de la justicia. A pesar de la complejidad de los eventos que lo envuelven, Sportello tiene el poder de abstraerse del mundo, gracias a la ligereza que le aporta el consumo de marihuana o cocaína. Es una especie de detective salvaje, mezcla de Jack Kerouac con Humphrey Bogart.

 

Vicio propio no es la mejor película de Anderson. La conexión entre las subtramas tiene un defecto en su relojería que hace que el visionado se ralentice, a diferencia de Magnolia, película que a pesar de la complejidad de su guion, no se dispersa, pero este desliz no le resta valor.

 

De hecho, el atrevimiento de llevar al cine una obra como la de Thomas Pynchon sale bien librado, y el cine de Anderson aprehende aquella ambición un tanto ridícula que los cineastas norteamericanos heredaron de sus escritores: el deseo de construir una obra que abarque en su integridad una época, lo que, ha tratado en cada una de sus películas.

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