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Poesía

Deseo abyecto: un poema de Raúl Gómez Jattin

Imagen: Juan Pablo Sarmiento. Tomada de www.elmalpensante.com
Imagen: Juan Pablo Sarmiento. Tomada de www.elmalpensante.com
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Casi al principio de su confesión _—poco antes de referir detalladamente el horrendo y desdichado desenfreno que terminó por arrojar en el suicidio a la cándida niña—, Nikolai Stavroguin se detuvo a explicar una sensación que entonces, sin que viniera a cuento, le pareció curiosa en extremo. Tihon —acaso comprendiendo, acaso, por ello, paralizado de terror— le dejó remansarse en esas aguas turbias.

 

Stavroguin contó, pues, que por aquella época había desarrollado la costumbre de buscar camorra entre los fantasmas que apestaban las zonas más abyectas (La Marín, La Ferroviaria, La Colmena, Toctiuco) de San Petersburgo. Vagos, mendigos, mújiks, batracios, yonquis, proxenetas, alcohólicos, putas, cargadores y ladrones: procuraba a todo trance provocar al inocente bruto elegido hasta el punto de que no pudiera resistir cruzarle la cara con una bofetada y dejar enrojecida de humillación su aristocrática jeta (quemando por dentro la sangre irrespetada y vehemente). Mas he aquí lo curioso: Stavroguin confesó que jamás intentó siquiera defenderse. Mucho menos emitir una palabra de protesta. Muy al contrario, sentía un placer extravagante, casi divino, en esa horrible deshonra. Le fascinaba esa sensación ambigua y ansiosa de emporcarse en la vergüenza. Le embriagaba la comprobación física de su iniquidad. El goce, sombríamente erótico, de sumirse en la hez.

 

De esto habló largo —como si el mundo hubiera tenido obligación de escucharlo— y el eremita lo dejó hacer. Después, como recordando una ofensa reciente, Stavroguin se incorporó de pronto y, resuelto, se dirigió a la puerta. Sin embargo, inesperadamente se reconvino, volvió a sentarse y se puso a hablar, por fin, de la guagua muerta: del anhelante y perturbador arrebol que reconoció en sus mejillas poco antes del crimen: de la muñeca que le ofreció, a manera de ofrenda, cuando ella se sentó —de súbito y sin que viniera a cuento— en sus rodillas indignas, aquella tarde sucia y quiteña de San Petersburgo.

 

                           ***

 

Lo abyecto, dice Julia Kristeva(1), consistiría en una rebelión violenta y oscura que acontece en el núcleo del ser, en esa zona cuya existencia se presume detrás de las palabras, en la geología previa que separa al mundo desnudo del orden codificado con signos. El ser rechaza aquello que lo amenaza, aquello que viene de un afuera exorbitante, del otro lado de lo posible o, incluso, de lo concebible, pues eso radicalmente ‘otro’, sustancialmente aberrante, implica un indicio angustiante de los propios límites del sujeto que repudia. Que repudia para sobrevivir, pues esos límites de su resistencia no son tanto éticos —como podría parecer— sino ontológicos, en la medida en que apelan al sustrato propio de la construcción de la identidad del sujeto, es decir, de la configuración de su deseo.

 

En efecto, el rechazo es tanto más patente cuanto su sentido solo se configura a través de la apelación al deseo del sujeto. Esto abyecto ‘solicita, inquieta y fascina’ un deseo por lo repugnante y anómalo, que inmediatamente se blinda para erigir una barrera de protección. Lo curioso es que, considerada como fenómeno constitutivo de la identidad, tal aversión no se dirige propiamente hacia ningún objeto diferenciado de la realidad, antes bien la abyección subsume toda forma individual y reconocible al tiempo que la asimila en su sensación de descomposición general. Lo abyecto está más allá (más acá, dirá sugerentemente Kristeva) del objeto que la suscita porque el deseo al que está apelando en realidad está dirigido hacia una región remota del ser, al ‘área prohibida’ que cada uno ha tenido que crear durante la tarea de construirse a sí mismo. Lo abyecto —en efecto, en suma— “atrae hacia allá donde el sentido se desploma”.

 

                             ***

 

A fines del siglo XIX, la ‘Confesión de Stavroguin’, violento capítulo de Los demonios, de Fiódor Dostoyevski, fue censurado por los editores(2) por obsceno (¿abyecto?). Incluso hoy, varios de sus temas siguen eludiendo la construcción del ser contemporáneo, mientras apelan al deseo resistido que subyace en ese ‘más allá abyecto’, por decirlo de algún torpe modo. Pongamos por caso el placer morboso de la humillación física o la constitución espiritual del ‘peor de los criminales’ o la exploración interior del deseo sexual de los niños. En este, como en muchos otros casos, Dostoyevski fue uno de los primeros artistas verbales que vio a los ojos al abismo y hundió con energía las manos en lo abyecto. Otros muchos, después, se habrán preguntado —desde los hechos artísticos, desde los actos tenebrosos de la creación literaria— ¿en qué mismo consistirá la experiencia sexual de los niños?

 

                             ***

 

Raúl Gómez Jattin existió entre 1945 y 1997. Fue niño en el hermoso infierno de Cartagena de Indias. Estudió Derecho en Bogotá para darle alguna alegría a su madre y ahorrarle alguna pena a su padre. Se entregó a experimentar con todo tipo de drogas duras, sobre todo con dos de las más lesivas: la libertad y la poesía. A ellas se entregó como si se tratara de una fe, o sea una superstición, que te va matando mientras te ayuda a vivir.

 

Gómez Jattin, dostoyevskianamente, escribió este poema(3):

‘La gran metafísica es el amor’

Nos íbamos a culear burras después del almuerzo

Con esas arrecheras eternas de los nueve años

Ante los mayores nos disfrazábamos de cazadores

de pájaros La trampa con su canario   De colectores

de helechos y frutas   Pero íbamos a gozar el orgasmo

más virgen El orgasmo milagroso de cuatro niños

y una burra   Es hermosísimo ver a un amigo culear

Verlo tan viril meterle su órgano niño

en la hendidura estrecha del noble animal   Pero

profunda como una tinaja   Y el resto del

grupo se prepara gozoso   Gozando del placer del otro

La gran religión es la metafísica del sexo

La arbitrariedad perfecta de su amor   El amor

que la origina   La gran metafísica es el Amor

creador de Amistad y de Arte

Eso no me preparó para someter a la mujer

sino para andar con un amigo

Escúchese cómo la voz poética adopta un tono ambiguo entre la confesión y la conversación de esquina para construir el ámbito semántico de la alegría ingenua de la infancia. La entonación no es baladí, le sirve al sujeto poemático para tratar el asunto narrativo de la pieza: un grupo de niños que fortalecen su amistad a través del acto ‘bestial’ de penetrar burras.

 

Lo abyecto, cuya evidencia confronta al lector ya en la primera línea, no descansa tanto en el acto de ‘culear burras’ sino en la completa ausencia de las emociones socialmente ‘esperables’ (culpa, vergüenza, autocondena) que experimenta el sujeto poético, cuya posición moral, desenfadada y desasida de toda convención, indica a las claras que ir al monte después del almuerzo para acoplarse carnalmente con una criatura noble y doméstica es lo más normal del mundo cuando uno tiene 9 años y empieza a descubrir las “arrecheras eternas” de la infancia.

 

La entonación, entonces, supone (y exige) una respuesta inmediata de parte del lector, una reacción que reside en sus sustancias más íntimas: bien la simpatía, bien el rechazo. Pero sea cual fuere, será índice del sustrato constitutivo del lector, es decir, de las fibras remotas que lo configuraron en tanto humano —tal la hipótesis del psicoanálisis de la que se alimenta el razonamiento de Kristeva— en algún proceso perdido para siempre de su prelenguaje.

 

Cuando el poema dice que los niños experimentan un deseo sexual irrefrenable a los 9 años, y que si por ahí se asoma un noble animal de carga entonces será una fiesta, el lector se ve confrontado con la obligación existencial de tomar posición pues la ‘zona prohibida’ a la que el poema lo está arrojando implica, por fuerza, la asunción de un ‘sí mismo’ extraño, arcaico, extraviado en la prehistoria personal y, sin embargo, presente en cada acto de la vida, palpitando en cada decisión, más cercano incluso que su propia respiración, como solo lo está Dios, según quiere la metáfora de San Pablo.

 

No hay que perder de vista que lo abyecto también está oscura y necesariamente vinculado con su par negativo: lo sublime. Pues si lo abyecto configura el ‘no-objeto’ o el ‘pre-objeto’ del deseo reprimido en un territorio anterior e impenetrable para la representación lingüística cabe la observación lógica de que tal territorio guarda semejanza íntima con lo sublime, en tanto este también apela y se dirige a una zona constitutiva y remota del ser humano, en el que el poder evocador de las palabras carece de sentido.

 

La repulsión que despierta la abyección y la seducción que produce lo sublime atienden a un mecanismo que estaría situado antes del mismo proceso fundante de la representación. El no-objeto de lo sublime y de lo abyecto está necesariamente ligado a la imposibilidad de pronunciarlo o de darle sustancia a través de los signos lingüísticos.

 

Esa apelación irresistiblemente doble entre abyección y sublimación se percibe de modo patente en ‘La gran metafísica es el amor’, pues la pieza tiene las mismas posibilidades de despertar el mecanismo de la abyección como el de la conmoción estética de lo sublime. Y esta posibilidad se acentúa cuando, luego de explicar las justificaciones que los niños dan a los mayores para sus correrías aventureras en el campo (cazar pájaros, recolectar helechos y frutas) la voz poética declara su sencilla intención infantil: procurar el “orgasmo más virgen”, el éxtasis capaz de hermanar, en el asombro del placer limpio, luminoso y gregario, a cuatro amigos frente a la grupa afable y franca del animal conocido.

 

Bajo esa dualidad abyecto-sublime cobra sentido también la referencia a la belleza sexual de la amistad que se apunta en las siguientes líneas: “Es hermosísimo ver a tu amigo culear/ verlo tan viril meterle su órgano niño/ en la hendidura estrecha del noble animal”. El poema establece su horizonte de sentido en la subversión de la diferencia tradicional entre la amistad y el amor. Por ello es tan importante para el sujeto poemático el carácter grupal del placer. En el acto de esperar turno, los niños construyen una comunidad desconocida, extraña, aberrante (para el uso social o para el discurso moral de tal uso), abyecta, se diría. Y, sin embargo, esa comunidad, ese esperar “gozando el placer de otro” constituye el núcleo emocional que el sujeto poemático representa como el valor más alto de la comunidad humana tal como se pondera en la segunda estrofa.

 

Sobre la base de la naturaleza sexual infantil expuesta de modo sincero y brutal, la voz poética establecerá el camino hacia una nueva forma de experimentar los lazos de comunidad, los vínculos de ligación entre los sujetos. Los cuatro niños, limpios de prejuicios, puros frente a su deseo, reciben la tarea divina de reinventar una religión que sea realmente capaz de crear una comunión de almas, una amistad verdadera que trascienda las convenciones y la falsedad del mundo.

 

Sobre esa ansiedad de communitas será que el poeta asienta la idea de que “la gran religión es la metafísica del sexo”, pues solo en la metafísica del cuerpo anhelante, agitado y simplificado de rémoras lingüísticas, puede ser posible una identificación interior completa y plena. Y solo en tal dimensión física (la metafísica de la fricción física) puede entenderse que la voz poética identifique al sexo (el sexo niño) con el amor, palabra esta que se presenta potenciada por la sinceridad salvaje de su oscuridad primordial cuando el poema teoriza: “La gran metafísica es el Amor/ creador de Amistad y Arte”.

 

El amor físico (el amor metafísico) se despoja de su utilitarismo pragmático y adquiere el valor primario de la amistad, fuera de la lógica de poder que enfrenta a los contrarios en el enfrentamiento sexual, en este caso, el sexo (en su ‘arbitrariedad perfecta’) se convierte en el valor más alto de la amistad.

 

El sexo niño, abyecto-sublime, es una de las formas simples, artísticas, del afecto amical.

 

Como le ocurre a Stavroguin, si bien desde una entrada distinta, el sujeto poemático de Gómez Jattin, ensaya encontrarle una interpretación estética al hecho incomprensible del deseo infantil. Desde el anhelo libre de culpa, desde la amistad sencilla y diáfana que se fortalece en el deseo sexual apenas explorado, la voz poética erige su testimonio de asombro agradecido y de aceptación diáfana de la naturaleza humana. Lo abyecto, en este caso, se configura a través de un desorden armonioso de pulsiones corporales y emotivas que rigen el recuerdo del ser.

 

En ese sentido, el poema corrobora la hipótesis de Kristeva según la cual, “la abyección misma es un mixto de juicio y de afecto, de condena y de efusión, de signos y de pulsiones”, pues para poder establecer la comunicación poética, el lector tiene que acudir a su propia reserva de emoción reprimida, a sus propias represiones primarias, a su propia noche “donde se pierde el contorno de la cosa significada, y donde sólo actúa el afecto imponderable”. Allí entonces se produce el acontecimiento poético, sostenido en el juego abyecto-sublime que se sitúa en el arcaísmo de la relación preobjetal, de la violencia inmemorial “con la que un cuerpo se separa de otro para ser” y a la que, sin embargo, siempre anhela volver a través del amor, o de la amistad, o, en el caso de ‘La gran metafísica es el amor’, de una mezcla de ambos.

 

                             ***

 

Siguiendo a Kristeva, la inflexión ejemplar del artista contemporáneo es la de aquel que hace abyección de sí mismo, no que se autorechaza, sino que se asume en la abyección que, finalmente, funda todo ser, aquel que se sabe abyecto. En esta realización peligrosa y paradójica del extremo impulso de libertad y pureza dibuja el espejo en el que todos nos miramos en nuestro rostro más verdadero(5).

 

Otra vez le besé la mano y la hice sentarse en mis rodillas. Le besé la cara y las piernas. Cuando le besé las piernas se apartó bruscamente y se sonrió como avergonzada, con una sonrisa ambigua. Se puso como la grana de vergüenza. Yo, mientras tanto, seguía susurrándole cosas al oído. Por último, sucedió algo tan extraño que nunca lo olvidaré y que me dejó maravillado: la muchacha me echó los brazos al cuello y empezó a besarme apasionadamente. Su rostro expresaba un arrobo sin límites. Estuve a punto de levantarme e irme, tan desagradable me parecía esa conducta en una niña por la que de pronto sentí lástima. Pero dominé mi repentino sentimiento de horror y… me quedé(6).

 

Notas:

 

1.- Kristeva, Julia. (2006). Los poderes de la perversión. Ensayo sobre Louis-Ferdinand Céline. México: Siglo XXI Editores. p. 7 y ss.

 

2.- Dostoyevski, Fiódor. (2005). Los demonios. Edición y traducción de Juan López-Morrillas. Madrid: Alianza Editorial. p. 831 y ss.

 

3.- Jattin, Raúl Gómez. (1995). Poesía 1980-1989. Bogotá: Editorial Norma. p. 103.

 

4.- Arévalo, Antonio. (1999). ‘Raúl Gómez Jattin, Hijo del tiempo’, entrevista publicada en la Revista Puesto de Combate, No. 57. Citado en Milciades Arévalo, “Gómez Jattin, un potro desbocado en las praderas del cielo” en revista Casa Silva, No. 20, p. 231.

 

5.- Bustos Aguirre, Rómulo. (16 de agosto de 1998). “El resplandor ético de la palabra obscena”, en Magazín Dominical de El Espectador. p. 12 y 13.

 

6.- Dostoyevski, Fiódor. Op. cit., p. 849.

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