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Codex Seraphinianus: belleza teratológica para infantes

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¿Te acuerdas cómo era cuando de pequeño te ponías delante de un libro y todavía no sabías leer? Pues eso es el Codex, una emoción infantil. En el fondo, el libro es un intento de convertir a todos en analfabetos, incluido a mí mismo.

Luigi Serafini

Para algunos, un desopilante libro objeto producto de un bromista alucinado, una lucrativa proclama anarcoimaginaria. Para otros, una obra que solo se explica desde la ufología y sus extrañas teorías de la conspiración. Para su autor, el Codex Seraphinianus es un esfuerzo por recuperar el misterio infantil, un instrumento para la fantasía, al mismo tiempo que se erige como un involuntario test de Rorschach para la sociedad occidental. Lo que empezó como un ejercicio de escritura automática supuestamente dictado por un gato blanco que acababa de adoptar, se convirtió para el autor en un encierro voluntario de dos años y en un nuevo género literario, el de los “corpúsculos policromáticos asemánticos”(1).

Fueron más de 500 láminas de papel tipo Varig hechas con materiales humildes, ronroneos y preciosismo maniático, las que entre el albo felino y Luigi Serafini elaboraron en su minúsculo departamento de la Piazza di Spagna, en Roma. Serafini por entonces era un jovencísimo arquitecto que acababa de retornar de un viaje iniciático a una comuna hippie estadounidense. Le esperaban en su país decenas de portazos de editoriales(2) que no vislumbraron el potencial de esa absurda e ilegible enciclopedia sacada de un universo paralelo y de una posible posteridad.

El único editor que apostó por este libro caótico fue Franco Maria Ricci, un aristócrata parmesano que decidió abrir una línea editorial, The sings of man, orientada a publicar obras maestras que con el tiempo habían caído en el olvido. Mientras otras editoriales de arte se vanagloriaban de tener en catálogo obras incuestionables como el Codex de Leonardo da Vinci o el portafolio completo de Monet, Ricci se decantó por reverdecer a los enciclopedistas franceses, publicar los polémicos estudios fotográficos de Lewis Carroll, tipografías de Gianbattista Bodoni, entre otras rarezas. Pero fue el Codex Seraphinianus la obra que le consagró como editor osado y poco convencional.

Ricci es un apasionado por los laberintos(3) y erudito en literatura fantástica, fue amigo íntimo de Borges, detalle de no poca importancia si tomamos en cuenta el innegable paralelismo entre el célebre cuento borgiano ‘Tlön, Uqbar, Orbis Tertius’ y la propuesta de Serafini.

Un vasto fragmento metódico de la historia total de un planeta desconocido, con sus arquitecturas y sus barajas, con el pavor de sus mitologías y el rumor de sus lenguas, con sus emperadores y sus mares, con sus minerales y sus pájaros y sus peces, con su álgebra y su fuego, con su controversia teológica y metafísica. Todo ello articulado, coherente, sin visible propósito doctrinal o tono paródico.

Jorge Luis Borges

El Codex Seraphinianus es una parodia o imagen especular de una enciclopedia medieval. En su primera edición (1981) está estructurado en 11 capítulos temáticos(4), repartidos en dos tomos. Para darle seriedad, cada apartado contiene diagramas, mapas conceptuales e índices, pero estos son de poca o ninguna ayuda para el lector. En su nueva edición (2013), Serafini agregó dos capítulos y un “manual para decodificar el Codex”, que incluye la disculpa pública para el gato blanco por haberse atribuido la propiedad intelectual de su trabajo en conjunto.

Todas sus ilustraciones, incluidas aquellas de edificios y maquinarias disparatadas, contienen elementos orgánicos y exudan la cruel sensualidad y decadencia de un imperio salvaje. Toda analogía resulta pequeña y arbitraria ante una obra de la envergadura del Codex Seraphinianus, pero parece que estuviéramos frente a una suerte de Babilonia de aire lisérgico, instalada en un continente tan perdido que las leyes de la física, química y biología han seguido un proceso independiente y monstruoso.

Esta civilización tiene como mayor vicio la elaboración de arcoíris, pues varias de sus construcciones y artefactos parecen tener dicho fin. El resto de su tecnología parece orientarse hacia la tortura y la negación de la industria como motor de la sociedad. Hay algo arcaico, inútil y disfuncional en todos sus mecanismos, los cuales tienen partes vivas y obedecen a una geometría no euclidiana. Los juegos y deportes que practican sugieren un final sangriento, tal como en el tlachtli mesoamericano o como en ‘La lotería en Babilonia’ borgiana.

Los sujetos de las diversas tribus que confluyen en el mundo serafiniano van ataviados para el hedonismo o para la nigromancia y, pese a sus rasgos antropomórficos, a veces pueden tener cabezas rematadas por vesánicas cornamentas o prescindir por completo de ellas; ser simples paraguas amarillos con piernas, amén de otros intrincados usos ‘prácticos’ que suelen darle a su anatomía.

En el cuento de Borges antes citado, Bioy Casares le recuerda a su maestro que “los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de hombres”, y Serafini les hace otro un guiño a los argentinos cuando en el único acto carnal retratado en su libro la pareja humanoide se fusiona para transmutarse en único cocodrilo entre sábanas blancas, en lugar de reproducirse.

Si los humanoides de Serafini son perturbadores, flora y fauna no se quedan atrás. Los árboles pueden transformarse en ciervos, caminar, nadar y asesinar. Los caballos no son vivíparos, provienen de una larva de gusano blanco; rinocerontes cuyo cuerno está unido con su cola, con el fin de que su locomoción sea rodante; peces escoba o que usan escafandras; coloridos pájaros bifrontes o sin cuerpo. Son las mencionadas tan solo algunas de las criaturas que pueden describirse. Hay otras cuya naturaleza resulta imposible de determinar.

Si el Otro Universo nos comunica la angustia, esta es menor ya que difiere de la nuestra en tanto que no se parece a ella; del mismo modo, la escritura podría haber desarrollado un foro lingüístico desconocido para nosotros, sin necesidad de ser desconocido… El idioma de Serafini no se distingue solo por su alfabeto, sino también por la sintaxis. Los objetos del universo evocan el lenguaje del artista, tal y como vemos en las ilustraciones de las páginas de su enciclopedia, y son casi siempre identificables, pero las relaciones recíprocas y las conexiones son inesperadas.


Italo Calvino(5)

Pese a la teratología de sus ilustraciones, la polémica que ha rondado a este libro se centra en el lenguaje asemántico con el que está escrito. Criptógrafos y académicos de todo el mundo llevan décadas intentando descifrar los textos de Serafini, aunque este ha repetido hasta el cansancio que no hay ninguna clave o significado oculto en la bella caligrafía del Codex. La ‘escritura’ serafiniana en realidad son trazos vagamente inspirados en la sinuosa tipografía árabe, recurre a las mayúsculas y está escrita de izquierda a derecha como si se tratase de una lengua indoeuropea. De allí en más, es imposible e inútil buscar otros patrones, pues son delineados libres más cercanos al dibujo que a las letras. La propuesta del autor es liberarse del alfabeto para comunicar lo que cada lector desee encontrar.

El único juego intelectual consciente que aparece en todo el libro está en la numeración, pero Serafini no recuerda si lo hizo a partir de la secuencia de Fibonacci o de una variación de la base numérica 21. El lingüista búlgaro Ivan Derzahanski sostiene esta última opción y dice tener pruebas para demostrarlo. A Serafini le importa poco o nada este particular, sostiene que “para ver esas conexiones, para descifrar el lenguaje, no sirve de nada saber leer. Solo hay que ser niño, o volver a ser pequeño. Si hubiera tenido un Codex a los 5 años habría sido feliz. Hay que intentarlo, ¿no?”(6).

Tal vez ahí radique el verdadero secreto de este libro maravilloso, el motivo que ha conseguido que perdure y se convierta en objeto de culto para bibliófilos de todo el mundo; en revindicar el sinsentido y la inocencia frente a los sistemas de comunicación obesos que nos saturan de información y puntos de vista innecesarios. Serafini le da las riendas al lector para que encuentre lo que busca, el Codex puede ser todo o nada, no está limitado por definiciones eruditas y tiene tantas lecturas posibles como humanos hay sobre el planeta.

Actualmente Serafini es un diseñador industrial, fotógrafo y escenógrafo reconocido mundialmente. Trabajó con dos de sus héroes: Jorge Luis Borges y Federico Fellini(7); tiene a su haber otro bellísimo libro, Pulcinellopedia Piccola, en el que ilustra las legendarias máscaras de teatro Pulcinella venecianas. Su destino está atado al Codex Seraphinianus y su fantástica teratología, libro que mantiene un precio prohibitivo(8) —las ediciones más baratas se venden por sobre los 100 euros— pero que gracias a Internet al fin se ha democratizado, cumpliendo el anhelo de su creador, para quien “las cosas existen sólo entrando en red, en conexión entre sí y con la gente”.

NOTAS

1. Aunque evita limitar su libro ante la prensa, de esta forma define Serafini al Codex cuando se encuentra con sus amigos.

2. En el mejor de los casos le recomendaban que transformara sus delirios en litografías y que los venda en alguna galería de arte.

3. Ya retirado del negocio editorial, Ricci es el constructor y dueño del laberinto más grande del mundo, el laberinto de Fontanellato, de más de 7 hectáreas de extensión.

4. Flora; fauna; criaturas bípedas vagamente humanoides; leyes físicas y químicas, máquinas e industria; meta antropología; historia; lenguaje; hábitos alimenticios y vestimenta; juegos y deportes; y arquitectura orgánica.

5. Fragmento del prólogo que escribió Calvino para la primera edición del Codex.

6. “Historia de un libro raro”, por Francesco Manetto, Diario El País, España, 2007.

7. Ilustró la colección de cuentos “La torre de Babel” que recopila el fantástico canon particular de Borges; mientras que para Fellini diseñó el cartel de la que sería su última película, “La voce de lla Luna”.

8. Primeras ediciones en buen estado han alcanzado más de 20.000 dólares en subastas.

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