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ENSAYO
Bolívar en la encrucijada de dos mundos
En 1815, el Libertador Simón Bolívar prepara, desde su exilio jamaiquino, una nueva campaña militar a Venezuela, luego del fracaso de la Segunda República (1814), y se interroga, con toda la carga de su formación europea, sobre los obstáculos de su empresa revolucionaria, la dificultad de introducir el liberalismo como sistema político en una América hispana envuelta en contradicciones y la posibilidad de que Inglaterra o algún otro país europeo se involucre en la guerra contra España.
Hace exactamente doscientos años, Bolívar escribió la famosa Carta de Jamaica (en realidad, son dos), documento en el que expone aspectos fundamentales de su pensamiento integracionista latinoamericano. Dirigido a “un caballero de esta isla” caribeña, el Libertador, autocalificado como un “americano meridional”, reflexiona sobre algunas ideas que desarrollará a lo largo de su vida, en torno a la realidad americana, entre las que destacan aquellas relacionadas con el ideal integracionista.
Pero antes que nada, Bolívar repasa la historia de América desde la llegada de los españoles, en respuesta a algunas preguntas que le hace el “caballero jamaiquino”, su corresponsal.
Desplegando inusitada soltura y afán pedagógico, Bolívar discurre sobre el pasado y el presente de la América hispana como si fuese historiador y sociólogo. Empieza comunicando el estado de la confrontación bélica en todas las regiones, no sin antes revalidar la resolución americana de hacerle la guerra a España: “Más grande es el odio que nos ha inspirado la Península, que el mar que nos separa de ella; menos difícil es unir los dos continentes, que reconciliar los espíritus de ambos países”. Testimonia luego la desilusión final que antecede a la ruptura: “De aquí (España) nacía un principio de adhesión que parecía eterno, no obstante que la conducta de nuestros dominadores relajaba esta simpatía, o, por mejor decir, este apego forzado por el imperio de la dominación. Al presente sucede lo contrario: la muerte, el deshonor, cuanto es nocivo, nos amenaza y tememos; todo lo sufrimos de esa desnaturalizada madrastra”. Es decir, la disolución solo tiene una causa: el abuso y expoliación de España, la “desnaturalizada madrastra” del continente americano.
En su discurso político, Bolívar establece una oposición maniquea entre la América “buena”, frente a la “malvada” España. Intenta persuadir al lector de que el fin de las negociaciones y el inicio de la guerra nacen de un resentimiento secular que los empuja a una rebelión profunda desde las entrañas de la tierra; por tanto, “la América combate con despecho; y rara vez la desesperación no ha arrastrado tras sí la victoria”.
Repasa, una tras otra, la experiencia reciente de las provincias españolas en América, desde el sur hacia el norte. Celebra la resolución de los rioplatenses, quienes tempranamente alcanzaron la libertad, extendiendo su plan de independencia a las regiones vecinas: “El belicoso estado de las provincias del Río de la Plata ha purgado su territorio y conducido sus armas vencedoras al Alto Perú, conmoviendo a Arequipa e inquietando a los realistas de Lima”. Seguidamente, manifiesta admiración por los chilenos y se entusiasma por el contingente de indígenas araucanos que luchan por la causa emancipadora.
La Nueva Granada es vista por Bolívar como “el corazón de la América”, la que “obedece a un gobierno general”. No obstante, sitúa a Quito como una excepción, pues cree que todavía, en 1815, “contiene a sus enemigos” los españoles. Como sabemos, para 1812, los revolucionarios quiteños de 1809 ya habían sido masacrados, apresados o sometidos por el gobierno de la metrópoli. Venezuela, por su parte, es retratada en todas sus penurias como una tierra devastada en que la muerte ha echado sus raíces tenebrosas, donde “los más de los hombres han perecido por no ser esclavos, y los que viven, combaten con furor en los campos y en los pueblos internos”. .
Algo parecido ocurre en Nueva España, donde “más de un millón de hombres ha perecido”; pese a lo cual Bolívar se muestra optimista por el sacrificio de los mexicanos y pronostica que alcanzarán la libertad “porque han abrazado el partido de la patria, con la resolución de vengar a sus antepasados o seguirlos al sepulcro”. Finalmente, Bolívar se pregunta por la suerte de Cuba y Puerto Rico, islas antillanas que se mantienen tranquilas porque están fuera del contacto de los independientes”.
Tras insistir en la temeridad, avaricia y codicia de España, un país “sin marina, sin tesoro y casi sin soldados”, es decir, con enormes dificultades pero empeñado en someter a los rebeldes, Bolívar recrimina a los otros países de Europa su pretendida neutralidad y esboza la idea de una posible alianza comercial con ellos: “La Europa misma, por miras de sana política, debería haber preparado y ejecutado el proyecto de la independencia americana; no sólo porque el equilibrio del mundo así lo exige; sino porque éste es el medio legítimo y seguro de adquirirse establecimientos ultramarinos de comercio”.
Al mismo tiempo, confiesa su desilusión por la impavidez de los “hermanos del norte”, las trece colonias independientes que también “se han mantenido inmóviles espectadores de esta contienda”. El llamado de atención es comprensible porque el régimen establecido en los Estados de la Unión inspiraba al propio Bolívar y a otros espíritus ilustrados del continente. Sin embargo, no existían condiciones para que el gobierno de los Estados Unidos pudiera intervenir en las guerras de independencia hispanoamericana.
En los siguientes párrafos de la carta, Bolívar se sumerge en un análisis sobre la historia de América, remitiéndose a la era precolombina para justificar la rebelión americana. Empieza por los sucesos del antiguo México y de los incas, específicamente sobre las prisiones y asesinatos de Moctezuma y Atahualpa, refiriéndose al trato nada recíproco, por cierto, de los “reyes españoles y los reyes americanos”. Mientras los primeros son tratados dignamente, los segundos “sufren tormentos inauditos y los vilipendios más vergonzosos”.
El relato anterior deviene pretexto para delinear a grandes pinceladas la cultura política americana y para reflexionar sobre el futuro del continente, una vez que las naciones hayan alcanzado su independencia. Entonces, la pluma de Bolívar traza una profunda definición de la identidad hispanoamericana: “Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte; cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias, aunque en cierto modo viejo en los usos de la sociedad civil”. Su condición es la de un joven continente que despierta a la civilización y al progreso, pero que acarrea el peso de viejas y desgastadas prácticas políticas que le impiden “crecer” como sociedad.
Hijo de su tiempo, Simón Bolívar considera como “civilización” y “progreso”, exclusivamente el modelo europeo, pues está muy lejos de admitir que en América hayan existido grandes civilizaciones precolombinas. De esta forma, evidencia un pensamiento que sin dejar de ser propio de un conservador, en lo referente al tipo de organización política que espera para América, es tributario del liberalismo capitalista de comienzos del siglo XIX (Bentham, Stuart Mill), porque se muestra fuertemente identificado con la idea de “progreso”.
Bolívar confiesa su desilusión por la impavidez de los “hermanos del norte”, las trece colonias independientes que “se han mantenido inmóviles espectadores de esta contienda”. El llamado de atención es comprensible porque el régimen establecido en los Estados de la Unión inspiraba al propio Bolívar y a otros espíritus ilustrados del continente.
Bolívar intuye que en el fondo del asunto radica un problema de identidad: “No somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles: en suma, siendo nosotros americanos por nacimiento y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar éstos a los del país y mantenernos en él contra la invasión de los invasores”. Sus palabras tienen un sesgo de clase, pues son las de un criollo que se mueve entre dos mundos; el cual, en medio de la crisis política y a la hora de elegir, ha optado por la tierra natal.
Hay razones para la guerra: en primer lugar, el resentimiento de los criollos frente a los peninsulares, lo que se exterioriza en los argumentos de Bolívar cuando justifica el enfrentamiento de los americanos con los españoles: “Los americanos, en el sistema español que está en vigor […] no ocupan otro lugar en la sociedad que el de siervos propios para el trabajo […] Jamás éramos virreyes ni gobernadores, sino por causas muy extraordinarias; arzobispos y obispos, pocas veces; diplomáticos, nunca; militares, sólo en calidad de subalternos; nobles, sin privilegios reales; no éramos, en fin, ni magistrados, ni financistas, y casi ni aun comerciantes: todo en contravención directa con nuestras instituciones”. De este modo, Bolívar exhibe un memorial de agravios hacia los criollos americanos y narra, en orden cronológico, los últimos sucesos de la política continental, desde la organización de las “juntas populares” y los episodios de las «patrias bobas», hasta los debates sobre el tipo de institucionalidad política para los nuevos Estados.
A partir de Montesquieu, el caraqueño despliega sus argumentos sobre las debilidades de las instituciones liberales en América, en la tesis de que “es más difícil sacar un pueblo de la servidumbre que subyugar uno libre”. Bolívar se pregunta si la adopción del gobierno republicano, es la vía más adecuada en el largo plazo, pensando en la posible existencia de una gran nación americana. Esta idea era acariciada por muchos líderes de su tiempo, pero en Bolívar se vuelve una obsesión. Y se responde de la siguiente manera: “Aunque aspiro a la perfección del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el Nuevo Mundo sea por el momento regido por una gran república; como es imposible, no me atrevo a desearlo, y menos deseo una monarquía universal para América, porque este proyecto, sin ser útil, es también imposible”.
Frecuentemente imaginamos a un Simón Bolívar envuelto en el sueño de la unidad americana, de esa “gran nación” que jamás pudo concretarse. Sin embargo, su visión utópica de la realidad -que el propio Bolívar reconoce al final de sus días en la carta que le dirige a Juan José Flores, donde sentencia que el que hace una revolución “ara en el mar”-, a la hora de vislumbrar el futuro del continente queda relativizada por su extrema lucidez. En la Carta de Jamaica predice que los estados de América Central formarían una asociación, que la Nueva Granada y Venezuela se unirían en un solo país con el nombre de Colombia y que en Chile fructificarían, como en ninguna otra nación, las instituciones republicanas. Todo esto se cumplió.
Quedaba suelta, entonces, una idea que tanto desveló a Bolívar: la posible creación de una sola nación americana. Pero, ¿cuánto de realismo político había en el intento de constituir una gran nación que pudiera hacerle frente, no sólo a España y la Santa Alianza, sino a los Estados Unidos, país que ya había alcanzado el suficiente peso continental? El argumento de Bolívar se sostiene en parte de la realidad histórica, social y cultural del continente, en cuyo trasfondo entronca la tesis de la unidad: “Ya que tienen un origen, una lengua, unas costumbres y una religión”. Sin embargo, opone a esta idea las dificultades estructurales que constriñen el impulso integracionista: “Climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes dividen a la América”.
Es evidente que la percepción de Bolívar sobre la unidad cultural indisoluble de América se explica por su visión aristocrática que presupone un desconocimiento de la diversidad étnica y cultural de América, así como de su multiplicidad de lenguas. De igual manera, su formación de intelectual mantuano le lleva a pensar únicamente en las costumbres de los criollos, olvidándose de las tradiciones mestizas, indígenas y africanas de la gran mayoría de la población hispanoamericana.
Lo anterior demuestra que el proyecto integracionista bolivariano se ajusta a las condiciones, pautas y ritmos que la política va marcando, en relación a los distintos tiempos de una guerra que se extiende en variados escenarios con múltiples circunstancias políticas que originan un sinnúmero de respuestas a la formulación de los programas e ideales libertarios. La idea de Bolívar expresada en la Carta de Jamaica radica en que las naciones independientes de América Meridional, por su inmadurez política, deben ponerse bajo el auspicio “de una nación liberal que nos preste su protección”, la cual, necesariamente tenía que ser europea, y no es necesario hacer malabarismos intelectuales para entender que esa nación era Inglaterra.
En el imaginario político de Bolívar, los ingleses cumplían con el perfil de una nación europea que podía sostener la deriva republicana de las naciones americanas, con el ejemplo de su monarquía constitucional. Bolívar, como Miranda, fue admirador de la Commonwealth y enunció la necesidad de adoptar el republicanismo como forma de gobierno, bajo un sistema de Estado centralista, para evitar los excesos del federalismo que podrían derivar en anarquía y caos.
Bolívar sintió simpatía por el republicanismo como forma de gobierno, acuñando nuevas realidades políticas y jurídicas como el “poder moral”, un concepto que lo tomó de la antigüedad clásica y que consistía en la intervención de una élite de magistrados incorruptibles que se encargaría de vigilar y precautelar la pureza y transparencia de las instituciones públicas. A ello se incorporaba la creación de un Ejecutivo y Senado vitalicios, para garantizar la continuidad del proyecto republicano. Todas esas reformas las incorporó en la Constitución boliviana (1826) que, a pesar de las buenas intenciones, rigió por escasos años debido a su inutilidad práctica.
Bolívar concluye la Carta de Jamaica insistiendo en la imperiosa necesidad de concretar la “unión” entre los americanos, condición sine que non para lograr la emancipación. La división de partidos y los desacuerdos entre los revolucionarios origina el aislamiento y la dispersión. Por eso, Bolívar es claro al repetir que únicamente seremos fuertes “bajo los auspicios de una nación liberal que nos preste su protección”, la cual, a no dudarlo, no puede ser otra sino Inglaterra.
Nota
Este texto es la versión editada de un fragmento de: Hidalgo, Ángel Emilio. Entre pasado y futuro: Simón Bolívar y el integracionismo, estudio introductorio del libro El pensamiento integracionista de Simón Bolívar. Quito: Secretaría Nacional de Gestión de la Política, 2013.