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Homenaje

Agustín Lara, rumbero y jarocho

Foto: www.eluniversaldf.mx/ ARCHIVO
Foto: www.eluniversaldf.mx/ ARCHIVO
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Agustín Lara, en una de sus canciones inmortales, ‘Veracruz’, se autodefine como rumbero y jarocho. A las personas nacidas en el puerto de Veracruz, México, las llaman jarochas. 

No conocí personalmente a Agustín Lara, el músico-poeta más grande de México y del mundo de habla hispana, pero tuve el privilegio de ser parte del cortejo fúnebre que lo acompañó por las calles de la ciudad hasta el panteón de Dolores en el D.F., en aquel noviembre de 1970.

Aquí, la nota musical que llenó su último pentagrama fue el silencio.

Agustín Lara, como todo hombre de talla universal, fue un ser controversial, polémico, impenetrable, terco, iracundo. Ermitaño, a veces. Extrovertido, otras. Un hombre con una personalidad clara y oscura a la vez.

Millones de personas en el continente latino lo idolatran, aman sus canciones, mientras sus detractores califican a Lara como el “sepulturero de la canción mexicana”.

Lara, el poeta que “desgarraba el aire con sus canciones”, se embriagaba recitando las letras que escribía. Golpeaba fuertemente con sus manos el teclado del piano y gritaba:  “¡Esto es poesía chingao!  Y que no me vengan a mamar…”.

Ricardo Garibay,  escritor, cineasta y uno de sus grandes amigos, dice que su obra de artista popular ha trascendido como la de ningún otro mexicano. Pero también agrega que en las canciones de Lara no hay amor. Solo existe en ellas el embeleso, el hambre, la adoración por la geografía de la mujer. La mujer es vista como un universo de irresistible pecado.

Vende caro tu amor, aventurera

da el precio del dolor, a tu pasado

Y aquel, que de tu boca, la miel quiera

que pague con brillantes, tu pecado.

Su padre había abandonado el hogar cuando este era muy tierno, así es que Agustín trabajó desde los 12 años tocando el piano en casas de cita de la ciudad de México. Había aprendido a tocar el piano desde muy pequeño en casa de una tía llamada Refugio y se salía en las noches, mintiendo con que trabajaba en el servicio de telégrafos. Allí, en los burdeles, conoció ese mundo oscuro, alumbrado por  el alcohol y las siluetas de las bellas damas. Una de esas mujeres le cortó la mejilla con un cuchillo y le dejó una cicatriz con la que se fue a la tumba.

¿Quién fue Agustín Lara?

Nadie lo sabe. Él, menos aun. Para empezar, su padre lo bautizó como: Angel Agustín María Carlos Fausto Mariano del Sagrado Corazón Alfonso de Jesús Lara y Aguirre del Pino.

Varios autores en el mundo han escrito sobre Lara miles de páginas. Pero nadie logró adentrarse en su real y extraña personalidad. Nadie conoció la dimensión y alcance de su pensamiento, emociones, traumas, anhelos y obsesiones.

Muchos coinciden en que Agustín Lara se inventó y se construyó a sí mismo. Paco Ignacio Taibo I dice que nunca escuchó a Agustín hablar con la verdad. Que era un mentiroso profesional así como: “No he conocido a nadie que asumiera con tanto orgullo la baratura de la vida”.

Lara se consideraba un ingrediente nacional, como el tequila, y que era ridículamente cursi. Y le encantaba serlo.

Su compadre, el gran tenor Pedro Vargas, decía que cada vez que recordaba a Agustín se preguntaba si de verdad existió o fue un maravilloso cuento inventado por quienes tuvieron el privilegio de ser sus amigos.

Lo cierto es que todos los calificativos  que se le ponen, en bien o mal, le quedan cortos. Si Lara viviera, hoy tendría 115 años. Quizá unos 2 o 3 años más.

Lara como compositor

No sabía escribir música, pero aun así compuso 700 canciones. Muchas de estas fueron prohibidas por la Liga de la Decencia de México. Un club de viejas y viejos mojigatos e hipócritas de la “alta sociedad”, de principios del siglo pasado. Algunas ya han cumplido tres cuartos de siglo.

Cuando le llegaba la inspiración para una canción se sentaba en la banca de un parque o de un café y con la mano izquierda tocaba en el aire el piano, con la mano derecha escribía la letra de la composición y con el pie izquierdo marcaba el ritmo.

Luego de haber concluido, llamaba a su amigo, el ‘Chamaco’ Sandoval, para que registrara las notas en el pentagrama. Lara le tarareaba la melodía frente a frente. “Soy un analfabeto musical”, decía frecuentemente.

Un amante falto de amor

Agustín Lara tenía la necesidad de sentirse amado todo el tiempo y buscaba permanentemente el amor a tal grado que no conforme con estar casado con “la mujer más bella de México, María Félix”, le fue infiel cuantas veces le dio la gana, .

“He amado y he tenido la dicha de que me amen. Las mujeres en mi vida se cuentan por docenas. He dado miles de besos y la esencia de mis manos se ha gastado en caricias”. 

Agustín se casó 10 veces, pero muchos de esos matrimonios fueron teatro: contrataba un cura y a dos tinterillos para que fueran a su residencia y procediera con las dos ceremonias, la legal y la religiosa.

Era un hombre feo, con la cara cortada  y un cuerpo de puro hueso. Pero lo que le faltaba de belleza física le sobraba de galante. Buen amante, además de que tenía una conversación muy agradable. Vestía impecablemente y solo ponía los ojos en las mujeres más bellas del momento: Elsa Aguirre, Sara Montiel, Carmela Rey, Ana Bertha Lepe. Incluso participó en varias películas como Mujeres en mi vida (1949), La mujer que yo ame (1950), Por qué ya no me quieres (1953), Lola torbellino (1956) y Bolero inmortal (1958), entre otras, una treintena, por lo menos.

Con respecto a la vida amorosa de Lara se cuentan muchas anécdotas. Un día le llevó a Carmela Rey, una de sus intérpretes preferidas, un gigantesco ramo con noventa y nueves rosas. A Carmela se le ocurrió contarlas en presencia de Agustín. Las contó tres veces y extrañada por el número de rosas, miró a su maestro. Este la besó y le dijo: ¡Tú eres la número cien!   

 “Viví mil años con un solo cuerpo, hice cientos de canciones con un solo cerebro, toqué kilómetros de teclas con solo dos manos,  bebí docenas de coñac con sólo un hígado y encendí a cientos de mujeres con solo una llama”.

México, 22 de septiembre de 1970

El avión aterrizó en la infinita mole de cemento a las ocho de la noche. Desde el aire la ciudad de México parecía una gigantesca masa envuelta en llamas. La gran cantidad de luces me atraían, me deslumbraban. Yo disfrutaba el espectáculo que ofrecía la urbe como si fuera un niño al que le hubieran regalado un cerro de caramelos.

Me instalé en una casa de huéspedes de la colonia Juárez. A los pocos días, luego de haber desempacado y puesto en orden mi pequeño equipaje de estudiante, subí al comedor. La propietaria de la casa, una viejita de setenta y pico de años escuchaba en la cocina una emisora en un aparato de radio muy vetusto. Por los sollozos que dejaba escapar de rato en rato presumí que algo penoso estaban transmitiendo por la radio.

—¿Qué sucede? —le pregunté.

—Agustín Lara ha muerto. En este momento lo llevan a enterrar al panteón de Dolores.

 No escuché más. A pesar de mi juventud, sabía perfectamente quién era Agustín Lara.

—¿Cómo puedo llegar al panteón? —le pregunté a Lucita, que así se llamaba la anciana señorita.

Seguí al pie de la letra lo indicado y llegué a mi destino cuando el féretro ingresaba al camposanto en hombros de quienes habrán sido sus familiares y amigos. La poca gente del pueblo que había concurrido al traslado cantaba sus canciones más conocidas: ‘Mujer’, ‘Rosa’, ‘María Bonita’. 

‘Veracruz’

Desde mi estancia en México guardo una grabación de una entrevista que tan solo meses antes de morir le hiciera Francisco Javier Camargo al maestro Lara.

Camargo le pregunta a Lara:

—En las notas de ‘Veracruz’ hay mucha nostalgia. Es una de las canciones más hermosas de usted. ¿Cómo nació?

—Una vez llegué a Veracruz en compañía del vate Castillo y nos hospedamos en el hotel Diligencias. En ese entonces el de mayor categoría en el puerto. Le dije al propietario que siempre había sido bueno conmigo: “Don Laureano, no tenemos más dinero que nuestra inspiración y esta guitarra que algún día podrá ser famosa…”.

—¡Qué famosa ni qué nada!

—En fin don Laureano no tenemos dónde…

—¡Sí, hombre, sí!

—Nos dieron la habitación 85 que tenía ventana al zócalo. Reposamos por algunas horas y despertamos con un hambre endiablada. Le dije: “Oye, vate, ¿qué hacemos para comer?”.

—Es una incógnita, pero todavía nos queda un recurso: el talento. Pidamos por teléfono. “Aló, aló: Hágame el favor de subirme inmediatamente dos órdenes de guachinango a la veracruzana, dos órdenes de frijoles refritos, cuatro cervezas heladas, perfectamente heladas, dos cafés y bastante pan”. Yo nunca creí que subirían el pedido. En la cocina no sabían quién estaba en el 85 y la cena llegó. Al mesero le dije: “Luego vienes por la propina”. ¿Qué propina?, si no teníamos ni para cigarrillos. Estábamos fumando las colillas que habían sobrado de la tormentosa noche anterior.

Qué perfecto es eso de que: “A barriga llena corazón contento”. Nos asomamos por la ventana. La noche no era realmente esplendorosa. Era sencillamente embrujada. De esas noches de Veracruz que si uno se pone a contar las estrellas no termina nunca. Admirable noche. Recuerdo perfectamente una luna inmensa y no exactamente de color  de oro sino con una tendencia a rojizo como si la luna fuera los labios del cielo. Bueno, una noche bárbara. Yo con esa contemplativa que siempre tuve dentro de mí miraba todo aquello y dije en voz alta: “Yo nací con la luna de plata y nací con alma de pirata, he nacido rumbero y jarocho trovador de veras y me fui lejos de Veracruz…”.

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