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Sylvia Plath: la campana que dejó de sonar
Érase una vez una niña que jugaba con muñecas de papel recortable. Una brillante estudiante de secundaria. Una chica que adoraba ir a la playa y disfrutaba de tomar sol. Tocaba el piano —aunque no le gustaba— y la viola. Pintaba flores en los muebles de su casa. Su cabello era castaño oscuro y era muy atractiva.
Intentamos acercarnos a la que comenzó a escribir y publicar poemas a los 8 años y que murió a los 30. A medida que fue creciendo, fue convirtiéndose en muchas mujeres a la vez. Y solo hay una conclusión: jamás podremos saber cuál de todas sus capas de identidad era la de ella, la de ese yo infinito con la que se carga hasta la muerte.
A veces, era una simple ama de casa de los años cincuenta (“me casé con un poeta de verdad/ y mi vida ha sido redimida: amar, servir y crear”). Otras, la chica sexualmente liberada de los años sesenta (“hemos echado un polvo muy bueno./ Enormemente bueno, tal vez el mejor de todos”). Otras, una feminista de los años setenta, (“tengo que cambiar yo/ antes de cambiar a otros/ una mujer famosa entre las mujeres.”). E incluso, una Bridget Jones de los noventa (“no bebas mucho/ sé amable y más contenida./ Trabaja tu vida interior para enriquecerte”), señala Tomás Motos Teruel sobre ella.
Intentamos acercarnos a una joven que salía con muchos chicos, para quien planear citas los sábados por la noche con sus parejas era tan importante como sacar las notas más altas de su clase, a aquella universitaria que llevaba la palabra ‘perfecta’ metida entre ceja y ceja. A la que quería ser la mejor, quien se hacía llamar ‘Sherry’ en la adolescencia, que se dedicaba a estudiar múltiples materias, aunque no todas le apasionaran; sabía que si era superior en todo, recibiría mucha atención y sería elogiada por sus padres.
Queremos acercarnos a la mujer que se casó con uno de los poetas más importantes que vivió en la Inglaterra del pasado siglo, que amó profundamente a sus hijos, una mujer con muchas luces y muchas sombras y que finalmente murió cuando apenas tenía 30 años.
Es imposible. Ni siquiera en sus múltiples biografías aparece como una misma persona, a excepción de su año de nacimiento y el motivo de su muerte.
Son muchas mujeres bajo un mismo nombre. Mito y realidad poética se funden en un conglomerado imaginativo que habla y escribe sobre ella como si en realidad todo estuviera dicho, debido al uso fácil del psicoanálisis que hacen sus estudiosos. Unos nos ofrecen una imagen morbosa y depresiva de la autora; otros presentan a Sylvia como exigente, egoísta y fría, como a una joven tremendamente complicada y confusa, inestable, lanzada, perfeccionista y más bien con poco sentido del humor; en otras biografías encontramos a una Plath extraordinaria y, finalmente, también es presentada como víctima de su marido, de su madre y del sistema social patriarcal de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo.
Ese es el resultado de la Sylvia Plath que conocemos hoy en día, una construcción, un mito, una escritora que está arraigada en nuestras mentes como artista suicida, como una mujer que jugó con la muerte al igual que otros poetas lo hacen con las metáforas y los símbolos.
Quedémonos con la imagen de la niña que tenía miedo a las alturas, aquella que adoraba sus jardines, los antiguos colegios amurallados y los edificios de piedra, la que era llamada ‘Sivvy’ por sus padres, la que quería saberlo todo; le encantaba la comida, el mar, que le leyeran y le prestaran atención. Pero ella ya había sentenciado toda su vida en una sola línea: “Me ahogó niña y vieja” (‘Espejo’, 1960).
La chica que quería ser Dios
El miedo. La desesperación por ser perfecta. Los esfuerzos por encajar. Todo lo que salta de las manos y se estrella en un piso frágil. La inseguridad. El ‘mal’ que se posa en la cabeza y que se revela ante cualquier intento de optimismo. Su rebeldía ante las limitaciones de los roles de género en el matrimonio, ante la estrecha mentalidad cultural de los años cincuenta, los demonios familiares de su infancia, la muerte de su padre por una complicación de la diabetes cuando ella tenía 8 años. Todo esto hizo que Sylvia se esforzara al máximo en los primeros años de su vida.
Un día normal durante el segundo curso suponía unas 16 horas de actividad entre lecturas y clases. Y eso sin contar los infinitos apuntes que hacía en sus diarios. Anotaba incluso el número de chicos con los que había salido, con los que no iba a salir, a los que rechazaba, a los que ella se insinuaba y finalmente evaluaba cuál de todos ellos podría calificar para esposo. Lo quería todo.
En una de las primeras entradas del diario (solo tenía 16 años) escribe: “Me agradaría referirme a mí misma como la muchacha que quería ser Dios”. Y más adelante: “La perfección es terrible”.
Gracias a este ímpetu con aires de superioridad, no es sencillo descifrar la estrategia de su escritura. Se la suele comparar con Robert Lowell, Anne Sexton y John Barrymore, poetas que en su obra expresan de modo directo sus tormentos personales y su angustia.
Sin embargo, Plath expresa en su poesía no solo ira, sino también esperanza. Escribió mordazmente sobre las personas que no le gustaban y sobre el marido que le enfurecía.
Pero también escribió con sereno lirismo sobre sus hijos y su vida cotidiana.
El sistema solar los casó esa noche
Cuando tenía 23 años, Sylvia encontró en una fiesta al que sería su marido. En su diario, Plath registró así el encuentro: “Aquel chico grande, moreno, corpulento, era el único lo suficientemente enorme para mí. Ni un momento había dejado de merodear en torno a las mujeres. Yo pregunté su nombre en el instante en que entré en la estancia, pero nadie me lo había sabido decir. Entonces se acercó a mí y me miró fijamente a los ojos. Era Ted Hughes”. Plath dijo además: “Me besó violentamente en la boca y me arrancó la cinta del pelo, mi pañuelo rojo del pelo que había soportado el sol y mucho amor y no volveré a encontrar otro igual, y mis pendientes de plata preferidos: já, continuaré, rugió. Y me besó el cuello y yo le mordí fuerte la mejilla y cuando salimos de la habitación la sangre le caía por la cara”. Después Hughes diría que “el sistema solar nos casó esa noche”. Se casaron, de hecho, 3 meses después. Pero aquel genio poético no podía dedicarse a coserle los botones a su esposo.
Plath se adentró en las distintas formas que tienen las mujeres de experimentar sus vidas y creó personajes que representan los estereotipos femeninos como la bruja, la mujer fecunda, la mujer estéril, la seductora, la ‘otra’, la solterona, la madre, tierra, fértil y llena de hijos, señalan sus estudiosos. Le preocupaba infinitamente la difícil dicotomía que suponía querer formar una familia amorosa y lo que ello pudiera significar: la pérdida de identidad al ceder ese espacio y no alcanzar el perfeccionismo creativo. “¿Agotará el matrimonio mi energía creativa y aniquilará mi deseo de expresarme por escrito y con la pintura o conseguiría si me casase una expresión plena en el arte junto con la crianza de los niños? ¿Soy lo suficientemente fuerte para hacer ambas cosas? Este es el punto esencial y espero armarme de valor para la prueba… porque estoy muerta de miedo”, escribe Plath.
Hughes fue acusado de quemar los últimos diarios de su esposa “para que sus hijos no tuvieran que leerlos”. Además se le responsabilizó de la crisis emocional que precipitó la muerte de Plath, cuando el poeta la dejó por otra mujer, Assia Wevill, con quien tuvo una hija, y quien 6 años más tarde de la muerte de Sylvia, se suicidaría junto a su pequeña hija, aspirando monóxido de carbono.
Hughes fue el heredero de las obras de Plath, pero también de su dolor.
Nicholas Hughes Plath, hijo de Sylvia y Ted, fue un hombre solitario que se refugió en la privacidad de Alaska como profesor en la Universidad de Alaska Fairbanks. Era maníaco depresivo y solitario, nunca se casó ni tuvo hijos. El 16 de marzo de 2009, optó también por el suicidio.
El ‘yo’ ante todo y todos
Sylvia Plath no es una mujer importante por haberse casado con el poeta Ted Hughes o por ser un símbolo del feminismo o por haber acabado con su vida. Un gran número de críticos y estudiosos de la obra de Sylvia comparte la opinión de que ella logró alcanzar en su poesía la representación de un alma colectiva. Ella fue el tema más importante de sus poemas. Fue una de las poetas más intensas de las últimas generaciones y un clásico ya de la moderna poesía en lengua inglesa.
No solo tomó el ‘yo’ como tema en sus poemas, sino que usó sus experiencias personales, los detalles que la rodeaban, para formar el entramado de toda su obra.
En vida solo publicó un libro de poesía, El Coloso y otros poemas (1960), y una novela autobiográfica, La campana de cristal (1963), que escribió bajo el seudónimo de Victoria Lucas. Después de su muerte se publicó Ariel (1965), que está considerado como su mejor libro de poemas; Poemas completos (1981), que ganó el Premio Pulitzer en 1982. Otras obras, publicadas póstumamente, son: Cruzando el agua (1971) y Árboles de invierno (1972), entre otras.
Sylvia Plath sufría de Trastorno Afectivo Bipolar (TAB) y vino a confirmar la estadística de que uno de cada cinco pacientes afectados por esta enfermedad trata de quitarse la vida, y que el porcentaje de los intentos de suicidio en este colectivo es 30 veces mayor al registrado en la población general.
En esa época ella no sabía de su afección, dicen que quizá, con la medicacióncorrecta, y bajo la tutela de otro doctor, hubiese sido posible sacarla de ese forcejeo que tenía consigo misma. Había épocas en que estaba tan deprimida, con (sus primeras) ganas de acabar con su vida, que su madre, al encontrarle cortes en las piernas, acabó por convencerla para que hiciera terapia de shock.
“Algún dios me agarraba por las raíces del pelo”, escribiría Plath después de las terapias. Pero ni siquiera aquel ‘dios’ que le agarraba por las raíces del pelo con sus voltios azules fue suficiente para aplacar el mal de Sylvia Plath, que acabó tomando somníferos hasta perder el conocimiento.
Con respecto a esos síntomas le había escrito a su médico: “Querido doctor: Me encuentro muy mal. He tenido el corazón en un puño con palpitaciones y amagos. De repente, los simples rituales del día se resisten como un caballo terco. Resulta imposible mirar a la gente a la cara. ¿Puede irrumpir de nuevo el mal? ¡Quién sabe! La conversación intrascendente es fatal”.
El precio de la perfección
Sylvia Plath nació en Boston, EE.UU., el 27 de octubre de 1932. Ahora tendría 82 años. Entre el 28 de enero hasta el día de su muerte escribió 12 poemas. En los 10 últimos días, 6. Estaba en momentos de grave depresión.
Es fascinante la imaginería sobre la muerte en toda la obra de Plath, obsesionada con ese motivo. Vivía atemorizada por sus propias preguntas: “¿Para qué es mi vida?” “¿Qué voy a hacer con ella?”. Para entonces, la muerte ya era recurrente en sus escritos. En el poema ‘Filo’, la mujer solo alcanza la perfección cuando está muerta.
Plath tiene una gran productividad que compensa la soledad, la ausencia y ese ‘mal’ —así llamaba ella a su enfermedad—, que volvía y que estaba dispuesto a quedarse, estaba también pronto a transformar el cuerpo de la mujer pura perfección, pura muerte.
Esas mismas ganas de quererlo todo la llevaron, después de varios intentos de suicidios y recurrencias, a enfrentar lo que le acechaba:
Morirse
es un arte
como todas las otras cosas.
Lo hago excepcionalmente bien.
Lo hago para que se sienta como el infierno. Lo hago para que se sienta real.
Supongo que podrías decir que tengo una vocación.
Está sola, con dos niños, gripe incurable, fiebre alta, las niñeras que se marchan, un invierno terrible, el peor en 100 años, un frío que hace explotar las cañerías, el piso está sin acondicionar. Muy temprano por la mañana del 11 de febrero de 1963, en su casa del 23 Fitzroy Road, con el alba encima, en “la hora azul”, como lo describe ella misma, antes que despierten sus niños (Frieda de 2 años y Nicholas de 9 meses), Sylvia Plath les prepara el desayuno a sus hijos, vuelve a la cocina, cierra la puerta, tapa todos los resquicios con toallas, mete la cabeza en el horno y abre el gas.
Una mujer rota alcanza la perfección.