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Crítica
Sting y el pacto fáustico del pop
Del amor al odio hay un jazzista
Sería fácil odiar a Sting. Sin embargo, es más fácil ignorarlo. El excantante de The Police —tal vez el trío más popular y exitoso de los años ochenta— pertenece a aquel exclusivísimo club de las grandes estrellas de rock que se pueden hacer de lado sin sentimiento alguno de culpa. En el caso de Sting, como también ocurre en el caso de la generación roquera anterior con Robert Plant (ex-Led Zeppelin convertido en neofolclorista) y Ritchie Blackmore (ex-Deep Purple convertido en neo-folclorista-neo-céltico), resulta por lo menos curioso que sus sofisticados discos muchas veces sean recibidos con más sospechas que emoción. Esa emoción que, no obstante, aún suscitan otros dinosaurios ochenteros del Reino Unido como Depeche Mode, The Cure o incluso U2 (cuya solemnidad política le ha restado bastantes puntos en la libreta de calificaciones de lo cool).
El bajista y vocalista de The Police cometió un pecado que pocos en el mundo del pop serían capaces de perdonarle: sacrificar su estatus de superestrella y de fabricante de hits universales por la de músico serio. Para quienes sí son capaces de perdonarle, la disolución de The Police y la consagración de Sting como roquero-jazzista-baladista del mundo adulto funciona como una especie de pacto fáustico al revés: desechar lo mundano, recuperar el alma. El rescate del talentoso jazzista secuestrado por los videos de MTV.
Pero Sting no es un camaleón del soft rock sino un pop star postapocalíptico. Un día a finales de los años setenta empezaron a sonar con un puñado de acordes y su gruñido anárquico los cuatro jinetes del Apocalipsis: The Sex Pistols alteraron radicalmente el sonido del pop. Su famoso álbum Never Mind The Bollocks (1977) fue el pedazo de vinilo que representó, con desenfado y distorsión (pese a la relativa pulcritud de su producción final), una mutación contracultural. Esta agrupación británica trastornó una serie de paradigmas que se solían seguir de manera implícita en el negocio de la música. El principal: no les interesaba ser buenos músicos y —como pedrada adicional de inconformidad— insultaban, escupían y hasta se cortaban la piel en vivo mientras sonaban sus brutales y sencillas canciones. “No Future” fue la gran máxima que ‘grafiteó’ el punk entre las crestas de la cultura juvenil. La moral punkera fue en el fondo una explosión entre teatral y callejera que duró poco. En un mundo sin futuro, el punk tampoco tenía futuro, sin embargo, cambió el futuro. Obligó a tipos como Sting, es decir, a todos quienes habían pasado su juventud esforzándose por aprender sus instrumentos y tocar bien, a darse de bruces con las tablas de una nueva ley artístico-comercial: ya no importaban la habilidad ni el conocimiento musical. Lo que importaba era la actitud. Lo que importaba era la traducción sonora de esa actitud. Las bandas estaban condenadas a crear algo nuevo; algo que fuera más allá de la mera ejecución técnica o, de lo contrario, a morir con el letrero de ‘retro’ estampado sobre las tapas de sus ataúdes.
Lo más seguro es que jamás hubiéramos sabido del músico apodado Sting si no fuera porque un baterista estadounidense —hijo de uno de los fundadores de la CIA— le propuso formar una banda de seudopunk para la que incluso ya tenía el nombre: The Police. El aborrecido nombre de la represión para la que se convertiría en una de las bandas más amadas (y copiadas) de la década de los ochenta.
Pomposo pop policial
La vida de Sting parece sacada de algún excéntrico musical pospunk. El tema principal de este espectáculo de reggae-rock con subtexto fáustico sería la lucha de la individualidad versus las apremiantes modas de una época. O más precisamente: la salvación de nuestro solitario y rubio héroe depende de un mensaje de sofisticación jazzística dentro de una botella lanzada a los indiferentes océanos del mainstream.
Gordon Matthew Summer —hijo de un humilde lechero— creció en el empobrecido noreste inglés, fue profesor de escuela mientras tocaba en una banda de jazz-rock llamada Last Exit antes de ser reclutado por el baterista Stewart Copeland. El engreído y pujante Copeland, más que un cantante, necesitaba un bajista para su proyecto de trío punkero. Curved Air, la banda progresiva de la cual era integrante este percusionista —formado en una universidad estadounidense—, estaba a poco de tirar la toalla.
The Police abandonó el punk enseguida, pues nadie les creía la pose marginal a tan buenos instrumentistas, y concibieron un híbrido de reggae-rock que se convirtió en su marca registrada. (Nunca agradecieron a los migrantes jamaiquinos en Inglaterra o a The Clash que, en algún momento, unió punk y reggae).
Después de recibir el apodo de Sting por llevar un saco a rayas en sus shows, este participó en Quadrophenia, la película de The Who, pasó a ser el compositor principal de The Police y se convirtió en una estrella mundial del pop. Además, actuó en una película de David Lynch, citó a Nabokov y a la psicología analítica de Carl Gustav Jung en canciones para adolescentes y tocó en el legendario Shea Stadium donde se presentaron los mismísimos beatles. Sting dejó de trabajar con The Police sin que nadie anunciara una separación pues luego de tanto éxito —y de la bomba mundial que fue ‘Every Breath You Take’— lo único que les podía deparar el cruel futuro del Olimpo roquero era el descenso: la expulsión del Edén y del Top Ten. Por otro lado, en Latinoamérica Sting es el culpable de la existencia de una infinidad muy poco diferenciada de bandas de reggae y, entre muchos otros, del también trío Soda Stereo y de grupos como Maná (toda gran banda lo es, lamentablemente, para bien y para mal).
¿Por qué resulta tan fácil encontrar argumentos para excluir al ex-ThePolice del salón de las leyendas vivientes? ¿No fue el compositor estrella de una de las bandas más queridas e influyentes de la historia de la música pop?
Lo más interesante del caso Sting es que son exactamente los mismos argumentos los que sirven tanto a los fans que lo defienden como a los detractores que le tiran piedras.
Quienes se ubican del lado pro Sting lo aprecian por su afán de expandir los límites de la música pop. La fracción anti-Sting lo odia por esa misma razón. Quienes aman al bajista británico, lo hacen por la elegancia clínica de su música o porque su obra bien puede formar parte del entretenimiento familiar junto a, por ejemplo, las películas domingueras para todas las edades. El trabajo de Sting, además, cuenta con el plus de un prestigio artístico otorgado por los laureles del jazz, por el valor académico y de alta cultura que esta música ha adquirido con el tiempo. Y claro, quienes odian al bajista, lo odian por esas mismas razones. Lo odian por pomposo, por pretender hacer pop demasiado inteligente cuando, con The Police, ya hizo canciones que cualquier banda envidiaría. Lo odian por ser un pretendido genio y lo aman por ser un pretendido genio(1).
Por adaptar al compositor ruso Serguéi Prokófiev para una de sus canciones llamada justamente ‘Russians’ o por escribir temas con títulos presuntuosos como ‘La historia no nos enseñará nada’ o ‘El amor es más fuerte que la justicia’ . En definitiva, por querer ser apreciado como un compositor serio en lugar de ser simplemente visto como una estrella de pop. (Un compositor serio adepto al sexo tántrico que invita a excelentes músicos cubanos para tocar sus propias canciones de solista a su viñedo en Italia).
Durante los primeros 10 años de su carrera de solista, Sting siguió siendo una superestrella en órbita alrededor de la solemnidad. Después, las ventas de sus discos empezaron a decaer. Basta oír cualquier álbum de The Police seguido de cualquier álbum de Sting para saber por qué. Es casi como escuchar al adulto haciendo votos de responsabilidad y corrigiendo al joven despreocupado que se deja llevar de la mala influencia de sus amigos. Y esto no estaría mal si es que dicha corrección se resolviera en mejores canciones que la de la pandilla de amigotes en lugar de sermones de aparente buen gusto y ‘deber ser’ musical. Al escucharlo como solista, se percibe de inmediato la falta de tensión y urgencia que caracteriza a las canciones de la banda, esa tensión grupal que finalmente los condujo a la separación y que en una ocasión hizo que Sting saliera a dar un concierto con la costilla rota debido a una bronca en el camerino con Stewart Copeland.
Desde que es solista, Sting ya no tiene que darse de golpes ni compartir la mesa de mando con el fundador de la banda —que además es un baterista excepcional y un gran compositor de música para cine— o con el guitarrista experimentado que completó el trío (Andy Summers es 10 años mayor que Stewart Copeland y que Sting).
Otro de los pecados/ méritos de Sting es su eclecticismo. El exlíder de facto de The Police es uno de los responsables de que la música fusión sea lo que es: un cóctel con demasiados sabores, un capricho por comprender la sofisticación como fusión de la fusión. En un disco suyo puede escucharse desde jazz, funk, rock y worldbeat hasta momentos de música clásica, bossa nova, country y soul, entre otros géneros y subgéneros. Por momentos se percibe cierta necesidad de demostrar destreza en lugar de conseguir concentración o agudeza. Es como si Sting se empeñara en mostrarnos cuánta música ha estudiado en lugar de presentarse como alguien que la ha vivido. A veces escuchar uno de sus discos es como sentir más el esfuerzo que disfrutar del logro. Algo que incluso pasaba con algunos temas de The Police. No obstante, el formato pop de trío restringía las posibilidades de autoindulgencia. La banda, por ejemplo, tenía la regla de no otorgarle más de ocho compases por canción a Andy Summers para sus solos de guitarra. Como dice el propio Sting en la compilación Message In a Box: “Lo bueno de los solos de guitarra cortos es que Andy siempre era capaz de componer algo de una belleza mucho mayor a la que se consigue durante una improvisación de 32 compases en estudio”. El sonido del conjunto se ajustaba entonces, ganaba densidad en lugar de desgastarse en un virtuosismo flatulento.
Cuando The Police se reunió en 2007 y 2008 para ofrecer una serie de conciertos lo hicieron en virtud de su estatus de estrellas del pasado y no, como en algún momento soñaba Stewart Copeland (quien quizá nunca perdonó a Sting la disolución del trío), como una banda que hubiera sido capaz de seguir haciendo nueva música como si nunca se hubiera separado. Sin embargo, era demasiado tarde. Siempre lo fue.
Sting ya había sellado su pacto con el agraciado demonio del pop serio. Sting, de hecho, se convirtió en su propio agente policial: arrestó a la genial pandilla y se colgó la insignia de autoridad en el pecho.