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Lectura
Luis Carlos Mussó: autor de un evangelio en llamas
ya encontré mi ojo,
me falta ir por mi lengua.
Luis Carlos Mussó
Vivimos un estado de la poesía que en realidad prescinde de la noción de estado. Más bien tiende a la proliferación. En esta superabundancia de lo poético como registro del devenir en consonancia con el tiempo histórico, todo parece alimentar la obra, concebida como desmesura. Ya no entonces la poesía como forma de trascendencia, ya no la poesía como confesión del yo, ya no la poesía que reniega de sus vertientes tradicionales (vanguardia), ya no la poesía nueva, sino la más ‘pura’ poesía posneobarrosa del presente devorándolo todo, apropiándose de todos los discursos, de todas las culturas.
Esta música delirante de lírica actual siempre valora más la idea de límite que la del decir poético. En ello el riesgo es su mayor postulado. Se conciben obras en las que la desmesura barre (barrena) con el lenguaje. Si existe un canon en formación pues tendrá que atender a las propuestas más conflictivas en tanto detonadoras de marcas, de huellas. Incluso el poeta ha sido absorbido para desaparecer en la performance, en la puesta en escena de unos textos que apelan a la arreferencialidad.
Toda una generación de poetas ecuatorianos ha asimilado que la escritura es un gasto. Y en ese gasto, la apropiación desmedida de la mayor cantidad de referentes. Allí, los más claros ejemplos se encuentran en las obras de poetas como Luis Carlos Mussó, César Eduardo Carrión, Juan José Rodríguez (Rodinás) y Andrés Villalba Becdach (Tush), quienes, en consonancia con una veta latinoamericana que retoma las nociones de barroco y neobarroso, se han dado a la elaboración de una obra como una maquinaria.
Ya en el prólogo que hacía el poeta uruguayo Eduardo Espina a la muestra de poesía ecuatoriana contemporánea Tempestad secreta (Quito, CCE, 2010), preparada por Luis Carlos Mussó y Juan José Rodríguez, se establecían algunas particularidades de la propuesta, en afinidad con otros poetas, del primero de ellos: “Maquinarias de ritmos y visualidades, tramos de iniciación de algo que escuchamos cantar en voz alta aunque ya no importe saber cuál ha sido el origen del canto (pues resulta imposible trasladar simétricamente las cosas de la realidad al lugar adonde fueron dichas), los poemas asociados a esta tendencia tienen dos vidas simultáneas: una en la página, otra en los oídos. (…) Las señas textuales operan en complicidad con una melodía que devuelve al intríngulis semántico su prestigio auditivo”.
En efecto, la poesía de Luis Carlos Mussó cumple con ese proceso ‘contra-intuitivo’ en el que la imagen se descentra. Mea Vulgatae (Arequipa, Cascahuesos, 2014), su más reciente poemario, está estructurado solo en apariencia como un evangelio. Es una Biblia vulgar, si se quiere, una Biblia mundana en la que el sacrificado es el sujeto lírico que se increpa, que se inmola, más bien que se autosacrifica. Lo que queda entonces es un Mester de bastardía, como dice en el colofón, es decir un conjunto de textos que degeneran de su origen o su naturaleza.
Pero tomemos al toro por los cuernos. Mussó está jugando siempre con el lector. El título refiere sin duda a la Vulgata Sixtina, la Biblia Sacra Vulgatae, delConcilio de Trento, y la disposición enmendada por el Papa Sixto V, que se publicó en 1590, retirada de las ventas y destruida a pretexto de su inexactitud textual. O sea que cuando Mussó intitula, Mea Vulgatae, dice: “Os doy, humildes cristianos, mi propia versión de un evangelio que no existe, de una Biblia errática”.
Estos textos bastardos, entonces, están basados en el principio de la parodia, una parodia, por supuesto, culterana, dirigida a los del trívium, es decir a nosotros, al más puro estilo del poeta, que se arriesga a perderse entre los versículos: “A lo mejor me hallarás a la vera del siglo vendiendo mi primogenitura por una página cada vez más en blanco/”. Pero a lo mejor no, porque en la poesía de Mussó subyace siempre la proliferación. Este centro aparente, el de la estructura, acoge al poema (al versículo), pero este implosiona. Asistimos a lo que queda: un cadáver desmesurado.
Partimos, vuelvo a decirlo, de un error. Bien afirma el peruano Mario Montalbetti en el prólogo: “Descomponer palabras es lo que hace el poeta; y al hacerlo, descompone al mismo tiempo las instituciones que sustentan dichas palabras”. El poeta sabe que las palabras no designan el mundo; la búsqueda del poeta no está en la comunicabilidad de su experiencia, está más allá, quizá antes, en el origen del lenguaje, en el que persiste el error. Este retornar al Verbo original, como quería el poeta Francisco Granizo, supone un re-hacer la lengua, reponerla en su imposibilidad; el problema es que es en base de la misma lengua, de allí la paradoja sobre la que se asienta toda poética del silencio. Y entonces el poeta da cuenta de ese riesgo, de ese ‘gasto maldito’, para volver a las palabras de Montalbetti.
Cuando hemos comprendido este intríngulis, entonces, asimilamos la obra como una recreación ad infinítum de un orden engañoso, el de la institucionalidad de la lengua. La misma cita de Wittgenstein que abre el poemario es rev(b)eladora: Dieses Sprachspiel wird gespielt, es decir: “Este juego del lenguaje se juega”, lo que nos recuerda a las primeras palabras del poema de Mallarmé: “UN GOLPE DE DADOS / NUNCA / AUN LANZADO EN CIRCUNSTANCIAS ETERNAS…”. El azar es el riesgo máximo de toda poesía que experimenta, que asume la decadencia de la lengua y la superabundancia de los discursos. El poeta busca el golpe de dados, se desgasta, esa es su apuesta. Mussó lo sabe, es un buen jugador.
Su génesis 1-5 designa en principio el espacio de lo irreal, que inicia el mundo: “asqueado más que sorprendido, alguien dice SUEÑOS para bautizar los trabajos de la neumonía. e ignora que cada arcada de este simulacro lo lleva, paso a paso, a su ebriedad espléndida.” Ese alguien, ¿dios?, ¿la voz?, designa el mundo, o la restitución de él, a partir del sueño; bautiza el trabajo de toser, es decir, toser = soñar, como una arcada. Ese dios enfermo genera el mundo a través del sueño; por supuesto, antes debe haberlo soñado, soñado sin palabras. Lo primero que designa es un gesto propio de la enfermedad del cuerpo. O sea que este dios se hizo carne, genera el mundo como el acto de toser: el mundo es un gran esputo herrumbroso y contagioso.
Si así está el Génesis, el poeta no da tregua, cada versículo es un entramado que invita al desciframiento, precisamente porque la labor de restituir al mundo es extenuante. Por suerte, es su mundo, el universo del yo lírico cuya prisión está enrejada de palabras: “pronuncias la dureza de la piedra, y la piedra te da en los dientes de lleno —ése fue desde el principio el proyecto de un dios que te detesta—.” Hemos dado cualidades a las cosas de acuerdo con nuestra precepción, hemos designado el mundo a nuestra medida: no hay dureza en la piedra, una piedra es una piedra, no la palabra piedra, no su cualidad. Con lo que tropieza el lenguaje es con su propia insustanciabilidad: “La lengua no te la dieron para pronunciar nombres que luego retienes entre los dientes. la lengua no te la dieron para que la acribillaras con esas palabras que no pronuncias.”
La labor del poeta —abrir el cerco de la lengua— lo extravía. Condenado al fracaso, el bardo es víctima y victimario del ejercicio de la escritura. ¿Ese abismo entre la palabra y lo que designamos con qué lo llenamos? Mussó lo hace con el canto lírico de una retórica de lo mundano: “en los tejados, los gatos acosan a sus hembras con macabras canciones para la cópula.y se enhebran las cenizas de mi padre, piel abajo, en medio del ardoroso encantamiento del río porque su sombra es la de un nogal y un matapalo al mismo tiempo: sombra doble de cuerpo doble, bajo el cielo violeta”. El poeta sucumbe, entonces, a su herencia romántica.
Sin embargo, sabe que “el mundo nada tiene que ver con la poesía”. Juntarlos, pretensión inútil, no es la misión de trabajo lírico. La escritura no permite conocer el mundo; la escritura se arrebuja con la lengua, designa la propia lengua que está en constante transformación. Dice el poeta Mussó: “Solo me quedo con las palabras suficientes —solo así te estremecerá la lejanía—”. Desde luego, la reiteración de ciertos signos lingüísticos es simbólica en esta Vulgatae, sobre todo oscurana, el sustantivo figurativo de oscuridad, que atraviesa todo el texto, desde el que se escribe, en la penumbra, que se alterna con la luz: “De ruido blanco se trueca en voz anclada con metálicas raíces a mis vísceras, y zarandea las espadañas de mis lagos en una consumada alternancia de luz y oscurana que hace resoñar estas opacas palabras de cristal: larga es la espera, no he terminado de soñar contigo”.
Asimismo, esta reescritura, esta salmodia que Mussó conduce como un barco en el río Guayas —un río como un mar—, acude siempre a otras escrituras sobre las que asienta su decir poético. Por este río transitan Eugenio Montale, Edmond Jabes, Guillermo Cullen Bryant, Edward Estlin Cummings, Alejandra Pizarnik, Fernando Pessoa, Juan Ramón Jiménez, Joseph Roth o Herman Melville. Estos versículos son, como dice el mismo texto: “Palabras armadas en blues de maltrechas piezas de lego (…)”. Pero no se deje sorprender, hipócrita lector —mi semejante— mi hermano, por la culta habilidad de este poeta. También esta Vulgatae es una canción salsera interpretada por una orquesta sinfónica. Al fondo, Guayaquil, como Sodoma, en llamas, hacia donde cabalgamos.
Este evangelio profetiza las ruinas del lenguaje, pero lo hace a placer, escarba en las referencias, es el arte de la agrimensura. Así, visto como territorio, la lengua del poeta acoge los discursos, los de-forma, no tiene el atributo de designar porque la poesía no se edifica como un árbol. Este poema, estos poemas, se edifican sobre las ruinas de otros textos: “bienaventurado el que edifica su antojo sobre las ruinas que dejó el poema”. Habitar este territorio es posible en la medida en que cada morada es un escombro. El poema, entonces, funciona como una máquina de demolición. El objetivo, la sublimación poética, es la demolición perfecta.