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Historia
La piedra furtiva (monumentos móviles)
Era muy pequeño cuando tuve uno de los primeros encontronazos con la historia de esta ciudad. Recuerdo una casa esquinera con un potente portal de piedra que daba hacia una calle empinada. Techos de teja y balcones sencillísimos en el segundo piso. A un lado del portón (ahora ya no podría ubicar el sitio con precisión) se veía una piedra que no era más grande que las que aún se mantienen en ciertas calles del Centro Histórico. Me llamaba la atención cómo sobresalía en el muro blanqueado pero, sobre todo, me sorprendían los garabatos trazados en ella: eran letras, sin duda, y algo reconocía en su escritura pero se me hacía imposible entender qué decía allí. Tras muchos años pasando frente a esta piedra y a fuerza de leer tercamente el texto un día, por fin, el secreto me fue develado. Sentí, como en una epifanía, cómo los ojos se me abrieron y claramente leí: “Estas son las casas del traidor Pedro de Puelles”.
El nombre de aquel ‘traidor’, por supuesto, no me decía nada. Entonces, la segunda epifanía apareció mucho tiempo después cuando, en alguna clase de Historia, un profesor bien intencionado y conocedor (cosa que agradezco) nos contó sobre uno de los hechos más pintorescos de los primeros tiempos de la ciudad española y ese nombre volvió a saltar frente a mis ojos.
Luego de nuestro primer magnicidio documentado, cuando descabezamos al virrey del Perú, Blasco Núñez de Vela (en lo que ahora es el parque de La Alameda), la venganza se apoderó del alma de la ciudadanía de Quito. Fue cuando el ‘Corcovado’ Salazar —así me lo contaron— irrumpió en la casa de Pedro de Puelles, en medio de la noche, y lo apuñaló en su cama. Puelles había sido parte de los sediciosos que pretendieron nombrar rey del Perú a Gonzalo Pizarro y, por eso, su casa fue arrasada y su tierra sembrada con sal —así me lo contaron. Y esa piedra fue colocada allí para perpetuar la vergüenza.
¡Imaginen esa intensa mezcla de morbo, heroísmo y emotividad que la bendita piedra tomó entonces! Aquella se volvió una especie de ‘tesoro escondido’, un símbolo de complicidad entre esta ciudad y un niño que empezó a verla con otros ojos, donde cada casa narraba cuentos de tiempos idos.
Imaginarán también el desamparo en el que quedé en algún momento de mi adolescencia cuando, durante alguna intervención, ese pedacito de historia desapareció para siempre. ¿Dónde está esa piedra de la vergüenza? Lo triste es que esté donde esté, cuidada o no cuidada, es ahora un pedazo de andesita que ya no tiene el valor que los ojos de varios niños podrían haberle dado durante varias generaciones más.
Al igual que este, varios monumentos o piezas históricas, que nos parecen impasibles en su quietud de décadas, se vuelven transeúntes de la ciudad si los pensamos en una cuenta de siglos. Se van moviendo, silenciosamente, impulsados por la modernidad y la planificación urbana, en el mejor de los casos. Pero muchos son víctimas del traslado anónimo de la desidia, el quemeimportismo o las ínfulas de algún funcionario de turno, con aires de creativo, o de creativa, porque el desconocimiento no conoce de género al momento de arrebatarnos estos recuerdos.
Es el caso de un conjunto escultórico soberbio, diseñado para la plaza de San Francisco de las primeras décadas del siglo XX. Era el tiempo en que las plazas de la ciudad iban dejando de ser mercados o espacios de tierra y piletas para irse ‘civilizando’ en una ciudad que siempre ha sentido una especie de vergüenza de sí misma.
En medio de un jardín vallado se levantaba una columna rematada por la imagen de monseñor Federico González Suárez: ceño fruncido, rostro severo, quietud mayestática que buscaban representar al pastor y al pensador de los destinos de esta nación. En la base de la estructura dos mujeres acompañaban al obispo. Imagino a la gente sorprenderse por la figura de una de ellas que, bajo la sombra del religioso, mostraba pudorosamente un pecho desnudo.
Xavier Michelena, en 200 años de escultura quiteña, cuenta que la obra fue encargada a un maestro italiano, Luigi Cassadío, quien trabajó junto a su alumna más destacada, América Salazar. El maestro se hizo cargo de la figura del obispo y diseñó, moldeó y vació en bronce un González Suárez adusto que, en profunda concentración, parecía reflexionar severamente sobre los destinos del país. Escultura clásica con fuertes aires del romanticismo europeo, parecía aunar en sí una visión de nación, en la que se conjugaba el pasado histórico y el futuro.
La alumna, por su lado, talló en piedra dos figuras femeninas para completar este discurso y, a los pies del historiador, colocó los dos pilares de su vida: la Patria y la Religión.
La Patria fue representada como una poderosa amazona, armada con una lanza y protegida por un escudo que permitía, apenas, ver el famoso pecho turgente. La Religión, en cambio, terminó siendo una figura maternal, cubierta de pies a cabeza, que descansaba todas sus preocupaciones en una enorme cruz.
Quedan algunas fotografías con el monumento en su lugar original… y solo eso. En algún momento las autoridades decidieron separar el conjunto y expulsarlo de la plaza. Las tres esculturas fueron colocadas en lugares distantes. En la actualidad Federico González Suárez contempla la ciudad desde un pedestal más bajo, en la Plaza Chica sobre la calle Guayaquil. La Patria ocupa una pequeña plaza en la intersección de la avenida Amazonas y la calle Veintimilla: allí lava sus antiguas glorias en una fuente ornamental de la que terminó siendo remate. Posiblemente el destino más discreto lo tiene La Religión que, curiosamente, eso sí, fue colocada en la misma calle que su compañera, pero un poco más hacia el occidente: para encontrarla hay que ir al parque de la iglesia de la antigua comuna de Santa Clara de San Millán.
Piedras que hablan, y lo hacen desde hace mucho tiempo, solo que nos hemos vuelto ciegos y sordos. Parece que estuvieran en silencio. Retazos de épocas que se vuelven mudas a punta de cotidianidad. El observarlas día a día, en el mismo lugar, les va confiriendo una seguridad de permanencia. Es posible que por eso me resulte trágico constatar, un día cualquiera, que han sido mutiladas, que han perdido sus placas, que han sido pintarrajeadas. Es como si un pedazo de ciudad hubiera dejado de ser para siempre.
Incluso las casas pueden volar por los aires, como en el cuento de Carpentier, y asentarse en un espacio del olvido. Hoy, el Federico González Suárez de Cassadío ocupa un espacio donde antes se levantaba la casa de Juan Pío Montúfar, marqués de Selva Alegre, famoso por su fugaz paso por la presidencia de la Junta Soberana de Quito de 1809.
A inicios del siglo XX funcionaba allí una sucursal del Banco de Préstamos. A la gente le llamaba mucho la atención la belleza de la puerta esquinera, que daba a la Guayaquil y la Espejo, resguardada por dos forzudos atlantes colocados para sostener el dintel del portón y vigilar la entrada y salida de los clientes del banco.
La casa fue demolida, en una época en que demolición era símbolo de progreso, y los atlantes fueron trasladados al norte, igual que muchas familias que iniciaron el despoblamiento del Centro Histórico. Para hallarlos hay que saber que, actualmente, ya no se encuentran parados uno junto al otro, sino que los pusieron espalda contra espalda para sostener un horrible mundo de hormigón sobre sus cabezas. Cada vez que voy a ver jugar al Deportivo Quito, en el Estadio Olímpico Atahualpa, me detengo un momento para saludarlos en su destierro.
Hace un par de años, descubrimos con dolor, que iban desapareciendo las placas metálicas que nos ayudaban a descubrir quiénes eran esos ilustres desconocidos cuyos bustos, esculturas, rostros, habitaban el espacio público de Quito. Más doloroso fue enterarse de que los responsables eran personas que no las sustraían por su valor patrimonial, sino por los materiales de su aleación. ¡Qué triste final el terminar junto a tapas de alcantarillado y cables de tendido eléctrico!
Y vuelvo a la vergüenza, porque el acholamiento no solo nos impulsa a agredirnos, gastando un montón de plata en borrarnos estas narices de acá, tiñéndonos los cabellos oscuros, aclarándonos los ojos con lentes de contacto; sino que también nos hace deformar el espacio que habitamos hasta quedarnos con estos muñones de ciudad.
Mientras terminaba este texto, escuché a Fernando Carrión hablar sobre el ‘urbicidio’, y me queda una idea tatuada en la memoria: no deberíamos pensar el patrimonio desde la riqueza que se conserva sino desde aquello que hemos ido perdiendo en el camino, desde lo que hemos ido olvidando.